Mis muy amados y congraciados hijos de Dios, aquellos que por la grande misericordia de aquel ser eterno y soberano, y que mediante su infinito amor, nos ha otorgado bajo el “misterio de la reconciliación”, recobrar la vida. Esa vida que está en él y la ha de otorgar a aquellos que logremos entrar mediante “la fe en Jesucristo” al reino de los cielos. En estas cortas líneas ruego a Dios, mediante el Espíritu Santo, que me permita trasladar esa revelación plasmada en las Sagradas Escrituras desde los inicios de la historia hasta el fin de ella.

Advirtiendo la firmeza y la fidelidad de los principios divinos establecidos por Dios, leamos: “El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24:35). Además: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap. 22:12-13).

Según la Biblia, desde “el Génesis” (término que describe el origen y principio de algo y a su vez todo lo existente) se deja plasmada categóricamente en la inspiración a Moisés, todo el inicio de esta relación «Dios-criatura» y su entorno. Leamos: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gn. 1:27). Esto es algo extremadamente maravilloso, pues en ese inicio el hombre mantiene una identidad, de acuerdo a su Creador.

Esto habla de principios y valores, los cuales estaban implícitos en el hombre. Dios hablaba con él y él con Dios. Sin embargo, mediante el pecado se pierde la comunicación, Ia interacción y por ende, la ministración. Y con esto, aquel ser, mediante la obediencia a Satanás por el pecado, perdió totalmente la identidad divina. De allí en adelante, todo hombre tiene en su ser la imagen de aquel ser perverso, quien mediante el engaño cambió la gloria de Dios por su imagen de maldad.

En esta nueva condición el hombre vive para lo terrenal y como objetivo primordial el placer, no entiende nada del Espíritu. La palabra le llama el “hombre natural”, leamos: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Cor. 2:14). Es más, Dios mismo bloqueó temporalmente el acceso a la vida eterna allá en Edén. Leamos: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Gn. 3:24).

Adán entonces, deambula por la vida sin Espíritu, sin identidad ni paternidad, como un huérfano desamparado. Sin embargo, el Padre siempre estuvo allí, cercano, atento y con la esperanza de una reconciliación perfecta. Y es que el Padre siempre será Padre; y en esa naturaleza, siempre llevará a una búsqueda de soluciones.

Recientemente se hizo un estudio genético en Sudamérica, ante la necesidad de algunos hijos que fueron arrebatados a sus padres en su niñez y fueron adoptados en Norteamérica. Previo a revelar la paternidad con ADN, se confrontaron los padres y los hijos naturales. Y cada padre y madre, pudieron identificar a sus hijos sólo mediante “el instinto”, con un escaso margen de error. Así también nosotros que estábamos perdidos y sin esperanza, fuimos reconocidos inicialmente por nuestro Padre, leamos: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Jn. 15:16).

Luego entonces, de este reconocimiento de una paternidad divina, nosotros también nos identificamos con nuestro Padre, mediante ese escogimiento, leamos: “…según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad…” (Ef. 1:4-5). En este proceso de ser hijos y mediante el reconocimiento de una paternidad divina, iniciamos la adquisición de una “nueva identidad”. Y que al final no es nueva, ya que más bien es recobrada desde los anales de la historia.

Es como retornar al Edén y poder hablar de nuevo con Dios a través de la oración. Y darnos cuenta de su voluntad, mediante el entendimiento de las Escrituras e intimar con nuestro Padre mediante el Espíritu Santo, el cual nos da testimonio de que somos hijos. Leamos: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gá. 4:4-6).

Amado hermano de un mismo Padre, qué importante es entender que cada día, mediante el clamor, súplica y aun las luchas y las pruebas, podamos ir paulatinamente adquiriendo esa identidad perdida, la cual fuera nuevamente revelada mediante Jesucristo. Leamos: “…hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo…” (Ef. 4:13).

Somos dichosos. Ahora tenemos un Padre y además, una identidad recuperada. Sigamos adelante hasta el final de nuestra carrera, la cual nos ha de permitir llegar a la eternidad con Dios. Así sea. Amén y Amén.