En la Biblia está contenido el relato de uno de los reyes más nobles y destacados de toda la historia del pueblo de Israel, cuya peculiaridad fue su profunda fe, amor y dependencia de su eterno Dios. Me refiero al gran rey David, quien a pesar de que han transcurrido más de 3,000 años de su muerte, sigue siendo recordado y amado por la nación de Israel. Destacado como hijo, el cual estaba sujeto a su padre Isaí, era el pastor de sus ovejas. Fue el niño que mató al gigante Goliat; y no fue por sus fuerzas sino por su confianza puesta en Dios. Fue el elegido por Dios, de entre sus siete hermanos, para ser rey de Israel.

A pesar de ser perseguido a muerte por el rey Saúl, nunca quiso levantar su mano contra el ungido de Dios, aunque tuvo la oportunidad de hacerlo. Como hombre de guerra fue incomparable; hizo de un puñado de hombres malos y abatidos de espíritu, una poderosa unidad de soldados de élite, casi invencibles. David era un  excelente líder. Como rey subyugó bajo su reinado a muchas naciones y las hizo que pagaran tributos a Israel. Y como creyente en Dios, quiso edificarle casa, pero Dios no se lo permitió.

A pesar de esto, diseñó y elaboró los planos, siendo guiado por el Espíritu de Dios. Preparó todo el material necesario para semejante obra, la cual tenía que ser un vivo ejemplo y muestra de su inmenso amor por Dios; convirtiéndose en una excelsa joya arquitectónica, revestida de toda clase de detalles delicados y utilizando la mejor madera, los mejores metales, las mejores joyas; hechas por los mejores obreros, especializados en cada arte.

En fin, David preparó lo mejor que podía para que su hijo Salomón edificara el templo, tal y como se lo había mandado Jehová (léase 2 Crónicas 3:1-17). Aquella joya arquitectónica demuestra evidentemente el amor de David para Dios. En el año 586 A. C., fue destruido y saqueado por los babilonios; y 400 años después de ser edificado, tal y como había sido profetizado por los profetas de Dios, Isaías y Jeremías, a causa de la desobediencia, paganismo y rebeldía de los israelitas.

Cristo reedifica el templo

Cristo vino a levantar el tabernáculo caído de David, a restaurar la relación de Dios con el hombre interrumpida por el pecado, mediante la intercesión sacerdotal de Cristo Jesús. Y esta restauración no iba a tener una cobertura a nivel nacional de Israel sino una mayor, a nivel universal, mucho más gloriosa que aquella primera. Leamos: “Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo -el construido por Herodes-, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que había dicho esto; y creyeron la Escritura y la palabra que Jesús había dicho” (Jn. 2:19-22).

¿A qué Escritura se referían? Leamos: “Y con esto concuerdan las palabras de los profetas, como está escrito: Después de esto volveré Y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; Y repararé sus ruinas, Y lo volveré a levantar, Para que el resto de los hombres busque al Señor, Y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, Dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos” (Hch. 15:15-18). ¡Alabado sea Dios! Cristo Jesús dio todo lo mejor de él, como Cordero de Dios, para ofrecer su propia vida, lo más valioso que pueda tener cualquier mortal, como sacrificio expiatorio en favor de la humanidad y de cualquier hombre que busque la salvación en Jesús.

Él se constituyó en el modelo a seguir, de tal forma que todo aquel que quiera alcanzar sus promesas, tiene que ser una fiel copia de su vida, sujeto a la voluntad de Dios, expresada en su evangelio. Así como aconteció en el templo que edificó Salomón; cuando fue inaugurado, la gloria de Dios descendió y lo inundó absolutamente todo, como una señal de complacencia divina. Lo mismo sucedió con Jesús, después de haber sido bautizado en las aguas, cuando salió de ellas, la gloria de Dios y su Santo Espíritu descendió sobre él en forma de paloma, confirmando su presencia en el cuerpo del Señor Jesús, el nuevo templo.

Imitadores de Cristo

Mi amado hermano, tu cuerpo es ahora, al igual que el del Señor Jesús, un templo dedicado para la gloria de Dios, así lo ve él, leamos: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:19-20).

Me hago esta pregunta: ¿Hasta qué punto eres consciente de esta realidad? Por esto, pregunta el Espíritu Santo: ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo de Dios? Si tú eres un cristiano convertido y convencido, no debes dudarlo: ¡Tu cuerpo es templo del Dios altísimo! Y al igual que lo hizo el rey David y posteriormente el Señor Jesús, ahora nos toca a cada uno de los que afirmamos ser hijos de Dios, dar lo mejor a Dios. Lo mejor de tu tiempo, lo mejor de tus años, lo mejor de tus capacidades, lo mejor de tu vida, porque Dios lo merece.

Tu cuerpo debes respetarlo y adornarlo, pero no con cosas vanas y carnales. Tus acciones deben ser verdaderos adornos a ese templo que es tu cuerpo, llénalo de los dones del Espíritu Santo. Que nadie ponga en duda tu lealtad y fidelidad al Dios altísimo. “GLORIFICAD, PUES, A DIOS EN VUESTRO CUERPO”. Le ruego a mi Dios que su presencia en mí y en ti sea cada día mayor. Que Dios les bendiga. Amén.