Según los humanistas, una actitud positiva hacia los demás nos acerca a la felicidad; también influye cuando el número de amigos se acrecienta y se incrementa el tiempo que podemos pasar con ellos. La amistad la ven, como la modalidad del amor en donde es vital aprender a querer. Se declara el querer en la familia, de donde las relaciones familiares caracterizan una sociedad. En nuestra convivencia, la amistad surge y se cultiva en el hogar. Se declaró que en sociedades individualistas, la persona se entiende cuando sale de sí misma al encuentro de otro. Necesitamos sentir que alguien confía en nosotros. La amistad consiste en querer al amigo y en saber perdonar.

El amor, vital para nuestra convivencia

Cuando en casa no encontramos a una persona que nos atienda y entienda, entonces salimos para compartir y oír problemas o pasiones que permiten iniciar una relación o amistad, que puede pasar a un idilio y sus consecuencias. Si la amistad surge en el hogar y en la búsqueda del amor de Dios, seremos guiados hacia el amor y temor. Positivo es querer al amigo y saber perdonar. Para ello necesitamos conocer el amor de Dios y el amor que Cristo nos enseñó con la justificación y la salvación de la condenación.

Como miembros de la iglesia, donde Jesucristo es la cabeza, es importante compartir y entender algunos principios fundamentados en la palabra de Dios, la cual tiene la verdad que nos da libertad de las pasiones o tentaciones que todos tenemos en nuestra humana debilidad. Para nuestra convivencia sobre este mundo, sirviendo a Dios, la palabra nos revela: “En todo tiempo ama el amigo, Y es como un hermano en tiempo de angustia” (Pr. 17:17). Y también nos dice: “El hombre que tiene amigos ha de mostrarse amigo; Y amigo hay más unido que un hermano” (Pr. 18:24).

         Al decir amigo, se refiere a los de la iglesia que conocen a Dios, le aman y le sirven, ayudando y trabajando para la extensión del reino de los cielos, y que según las profecías del tiempo del fin, ya se acerca. Recordemos la seguridad de Dios para con Israel diciendo: “Pero tú, Israel, siervo mío eres; tú, Jacob, a quien yo escogí, descendencia de Abraham mi amigo. Porque te tomé de los confines de la tierra, y de tierras lejanas te llamé…” (Is. 41:8-9). Veamos que es Dios quien nos busca y nos rescata del mundo, para ser sus siervos y amigos.

         Es interesante esa relación de amistad entre Dios y Abraham, el padre de la fe, veamos lo que dice la palabra: “Dios nuestro, ¿no echaste tú los moradores de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre?” (2 Cr. 20:7). Dentro de esa relación de amistad con el Señor, nuestra obediencia hacia él se hace manifiesta, al guardar con amor sus mandamientos.

En la juventud y la adolescencia se habla de buscar amigos o compañeros de estudios; luego, puede buscarse en los compañeros de trabajo; y este intercambio de experiencias tiende a ser un medio para establecer un grado de amistad. En los estudiantes, surge algún tiempo de estudio que propicia la reunión con dos o tres compañeros, para apoyarse y ganar los cursos. Esto lleva a esfuerzos y reuniones, aun en altas horas de la noche, para compartir los conocimientos y ganar el curso o quizá una carrera. Esta necesidad permite la unidad con los compañeros; y la convivencia y la comunicación motivan a unificar esfuerzos que se traducen en una amistad. Pero al finalizar el curso o la carrera, la amistad se desvanece.

Oyendo y entendiendo la palabra de Dios, encontramos cómo Dios nos mueve a conocerle, para servirle y hacer su obra en este mundo, dice la palabra: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:12-14).

         Este milagro se dará cuando conozcamos y obedezcamos la doctrina que el Señor Jesús le dio a Nicodemo, cuando éste lo buscó de noche para preguntar sobre las señales que el Señor hacía, leamos: “…De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios (…) Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”  (Jn. 3:3 y 6).

Esta porción requiere morir al mundo y a la carne, para que podamos recibir el poder del Espíritu Santo. Ampliando la doctrina, el Señor nos dice: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:4-5). Si no tienes el Espíritu Santo no podrás recibir la palabra; o si la recibes, no la podrás entender. Dios nos dice: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13).

Finaliza el Señor, diciendo a sus discípulos estas palabras: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Jn. 15:15). Pidamos a Dios poder hacer su voluntad y poner nuestra vida en amor para el servicio de su obra y del prójimo. Que Dios les bendiga. Amén.