Hay frases que al ser dichas por Dios, se constituyen en mandamientos y leyes poderosas e inequívocas; tal es el caso de aquella que dice: “El alma que pecare, esa morirá…” (Ez.18:20). En este principio doctrinal podemos analizar en primer lugar que, es precisamente «el pecado», cuando es consumado, el que nos lleva a la inevitable muerte. Pero no habla expresamente de la muerte como un fenómeno biológico o celular; aunque sí el pecado, como transgresión de las leyes divinas provocó las enfermedades y la degeneración del ser humano, físicamente hablando.

La Escritura nos dice que por causa del pecado fueron acortados los años del hombre. Ya que antes del diluvio universal, las edades longevas superaban a los centenares de años, pero luego de ese evento los años se redujeron a ciento veinte (Génesis 6:3). Hasta la afirmación reveladora de David que dice: “Porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; Acabamos nuestros años como un pensamiento. Los días de nuestra edad son setenta años; Y si en los más robustos son ochenta años, Con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, Porque pronto pasan, y volamos” (Sal. 90:9-10).

Aquí habla de la causa de la muerte, por la ira de Dios, por el origen del pecado. Pero también el pecado afectó la misma tierra y el medio ambiente, contaminándola con sus ideas y proyectos de grandeza. Esto redundó en la alteración estructural y genética del mismo hombre, causando al final la muerte física como consecuencia.

Veamos, sin embargo, que la idea original de Dios no era la eternidad del hombre sobre esta tierra. Ya que la Biblia nos habla de Matusalén, el más longevo, que vivió novecientos sesenta y nueve años. Ciertamente a Dios le interesaba algo más grandioso y eterno, que era la formación integral de la esencia del hombre: «el alma», para que ahí habitase su grandeza y santidad, eternamente y para siempre. Sin embargo, el proceso del pecado sería este y sería el alma la que al final habría de morir, según el pasaje inicial de Ezequiel 18:20.

¿Y qué significa realmente morir, ya que el alma es etérea? Pues la muerte es, según sus orígenes etimológicos, la separación de Dios mismo, quien es el único autor de la vida. Ya que Dios, en su santidad, no puede convivir con el pecado originado en Satanás, que es el adversario por excelencia. Entonces, ¿qué hacer para que el alma no muera, ya que el cuerpo indefectiblemente morirá por maldición y pasará a ser parte de la materia de la tierra? Dice la Escritura: “…y el polvo vuelve a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Ec.12:7).

Es pues, el alma, esa esencia respecto al carácter, a la personalidad y a la conducta, lo que habrá de rescatarse de la muerte eterna. Y para ello, es necesario erradicar el pecado de nuestras vidas. Esto era una obra imposible para los hombres, quienes mediante religiones, ritos, filosofías y sacrificios, han intentado desde el principio acercarse a Dios. Pero no hay rito ni ofrenda o idea humana, capaz de quitar el pecado que nos separa de Dios y la eternidad.

Tendría que venir la solución de parte de Dios mismo y tendría que ser mediante un plan legal y perfecto. Esto sólo podría realizarse en «amor y por misericordia». Y se propuso Dios, entonces, en su corazón, presentarse en Jesucristo como el pago de la deuda por el pecado, constituyéndose en el único redentor de la humanidad, leamos: “…He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29).

Todo esto es maravillosamente glorioso. Pero, quién cree en este proyecto, el cual no es por obras sacrificiales y personales, pues el hombre en su orgullo no acepta ese regalo o esa gracia. Y sigue en el hombre la idea de su propia empresa, creando para ello cualquier otra religión o forma de eternidad, aun en la inmortalidad del hombre como carne. En este proyecto humano se invierten millones de fortunas, mientras el proceso de muerte del alma continúa, sin que nadie alcance en él sus metas.

Por eso Dios puso su salvación en los pobres, sencillos, niños, humildes y piadosos. Aquellos que voluntariamente se someten a la amnistía divina. No sintiéndose dignos, pero sí agradecidos por tal inmerecido favor. Somos aquellos que hemos creído con plena certidumbre de fe, que es Jesucristo la única alternativa de eternidad para el alma. Y no es sólo una idea, sino el acompañamiento de múltiples hechos, regidos en la vivencia misma de nuestro Señor, quien confirmó que, humanamente, era imposible vencer el pecado. Pero con el Espíritu Santo, así como él venció el pecado y a la muerte misma, nosotros en él también seremos capaces de vencer el pecado. Y al “vencer el pecado venceremos la muerte”.

Mi querido lector y hermano en Cristo: la idea de vencer en la carne, o el intelecto, el pecado, es un proyecto utópico; ya que nació muerto por el pecado mismo. Y por cuanto todos pecamos, éramos reos de muerte, sin esperanza. Pero hoy, con Cristo y su Espíritu, somos más que vencedores. Y nuestra meta, aquí sobre este mundo deberá ser siempre: «combatir el pecado hasta la sangre», como lo hizo nuestro Señor Jesucristo. No permitiendo que nada ni nadie en este mundo, nos arrebate tan gloriosa bendición de poder estar siempre y por la eternidad con él. Así sea. Amén y Amén.