Desde el inicio de la humanidad, en el hombre permanece una perversa y frustrante tendencia. Y es: la forma definida de la “auto justificación”, misma que le llevaría en adelante, al fracaso y más fracaso. Ya que el Creador de él y todo lo existente, es Dios. Él conoce profunda y perfectamente todos los misterios del origen y los mecanismos de su funcionabilidad, para que el universo dirigido por una misma inteligencia sea capaz no sólo de subsistir, sino prevalecer y evolucionar dentro de sus perfectas leyes. Y que de haberlas atendido, nada hubiera fallado.

Si Adán hubiera estado en una conexión armoniosa con su Dios, en un espíritu de confianza y humildad, le hubiera sido fácil decir en sencillez y reconocimiento de autoridad: ¡Dios mío, fallé! ¡Dame tú la solución! ¡Me siento incapaz! Lamentablemente no fue así y en un intento de arreglar por sí solo el asunto, basado en la auto justificación, decide inicialmente esconderse detrás de los árboles y luego coserse taparrabos o delantales con hojas de higuera. Absurdo pero real.

Pronto las hojas se secarían y la desnudez del pecado saldría nuevamente a la luz. Por lo cual, hubo de parte de Dios una medida que, aunque transitoria, marcaría dos principios: uno, el derramamiento de sangre inocente reflejada en el sacrificio de un cordero; figura que, posteriormente dentro de un plan divino, sería perfecta mediante la muerte del Señor Jesucristo. En segundo lugar: la piel del cordero sacrificado habría de cumplir una función más duradera, para cubrir su desnudez y pecado de desobediencia.

Dice la Escritura: “Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión (perdón de pecados). Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos. Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora por nosotros ante Dios…” (He. 9:22-24).

En este nuevo sacrificio, el cual ya era un plan divino y perfecto, siempre tendría que haber un derramamiento de sangre inocente, ahora, la de Cristo, leamos: “El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que QUITA el pecado del mundo” (Jn. 1:29).

Según estos principios, nunca la autosuficiencia para justificación del pecado, por buena que parezca al ser humano podrá sustituir la cruz, la cual, significa muerte y humillación extrema. Ya que la muerte de cruz era la pena para los más perversos, leamos: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gá. 3:13-14).

Ahora lo que nos dice la palabra de Cristo toma vida también en nosotros: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). Y qué quiere decir crucificado: Pues en Cristo, esto fue real, vivido y sufrido literal y personalmente en su humanidad. Pero hoy en nosotros, la cruz y el sufrimiento, el vituperio y la pasión, se han de vivir de otra manera. Tal vez menos cruel, pero sí evidenciable mediante acciones vivenciales, objetivas y quizás dolorosas en nuestra carne.

Pero todo esto: “en fe”, por convicción personal, no por imposición ni mandato de hombres, sistemas intelectuales o regímenes espiritualistas, al tener necesariamente que cambiar el rumbo total y voluntario de nuestra vida en cuanto a cultura, costumbres, prácticas, forma integral de vida respecto a los parámetros divinos y aún en nuestro culto a Dios. Ya que en el mundo adoramos, antes de conocer a Cristo, a un sin número de falsos dioses, ante los cuales nos postramos para adorarlos y amarlos.

Cristo en su vida manifestó la perfecta forma y figura del culto y la adoración perfecta, al manifestar una renuncia a todo ofrecimiento como humano. Llevándonos a una clara conciencia de que en él y con él, sí es posible un cambio radical y absoluto, leamos: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

Amado hermano, la cruz en “fe” para nosotros, no es una alternativa más, sino la única forma planteada por Dios para la justificación del pecado que mora en nosotros. Y que de otra manera, de no ser erradicado éste, la muerte eterna y él infierno serán la única alternativa. Por tanto, llevemos con amor y paciencia la cruz de negación, en un espíritu de aceptación total a los preceptos divinos, para estar al final por una eternidad en su presencia. Así sea. Amén y Amén.