Mí amado hermano y lector: Hoy, Dios pone en mi corazón el deseo de inquirir sobre un tema tan controversial y difícil de identificar mediante los recursos de los sentidos humanos. Siendo además, que es algo incomprensible, imposible de procesar con el razonamiento y la mente humana. Y pudiendo, tal vez, mediante la creatividad considerar escenas místicas, filosóficas o poéticas, dando únicamente lugar a las más descabelladas ideas, infundadas por espíritus satánicos que poseen confusamente la mente de los hombres. Este es el caso de pensar: ¿En dónde vive Dios, cuál es su hogar permanente?

Ante esto, el Espíritu Santo mediante la revelación del evangelio de Jesucristo y el escudriñamiento profundo de las Sagradas Escrituras, nos llevan a una dimensión espiritual, inalcanzable para los conceptos y razonamientos intelectuales. Y se crean términos como: “Teología” (theos: Dios; y logos: estudio, razonamiento o discurso), entiéndase como discurso o tratado para estudiar a Dios. ¿Estudiar a Dios? Extremadamente absurdo.

Partamos desde este primer principio: “Dios es Espíritu…” (Jn. 4:24). ¿Qué significa esto? Que si Dios es un ente con esta singular naturaleza espiritual, él es intangible e imperceptible para esta generación materialista y pecaminosa, la cual renunció desde el inicio a su Creador. Y quedaron a la deriva, sin fe y sin amor ni fundamentos versados en la revelación divina. Quizás con algún vestigio muy rudimentario y religioso, inspirado por el miedo, la incertidumbre, la “corazonada” o bien, la ignorancia de una realidad más profunda y real en el plano o dimensión de lo espiritual e intangible.

Cuando los hombres piensan en Dios, mitológica o religiosamente, podrían concebirlo como un ser muy grande en tamaño y de edad muy avanzada, con una larga barba blanca, vestiduras blancas, sentado en una cómoda nube como trono, con un cetro en su mano; dando órdenes, rodeado de una guardia angelical, viendo a quién juzgar y condenar. Y si analizamos todo antecedente histórico universal, vemos a cada ser humano, grupo social o etnia, mediante rituales y andamiajes humanos, tales los templos, torres, pirámides, etc., que pretenden encerrar a Dios dentro de una estructura física. Para retenerlo allí, tener la exclusividad y luego servirse de él. ¡Absurdo!

Y tal es el engaño de no poder dimensionar el lugar en donde Dios habita, que el mismo rey David con tan grande poder y gloria, con cierta unción, aunque no continua, pretendió hacer una casa a Dios. Sí, una casa a Dios, leamos: “Aconteció que morando David en su casa, dijo David al profeta Natán: He aquí yo habito en casa de cedro, y el arca del pacto de Jehová debajo de cortinas. Y Natán dijo a David: Haz todo lo que está en tu corazón, porque Dios está contigo. En aquella misma noche vino palabra de Dios a Natán, diciendo: Ve y di a David mi siervo: Así ha dicho Jehová: Tú no me edificarás casa en que habite. Porque no he habitado en casa alguna desde el día que saqué a los hijos de Israel hasta hoy; antes estuve de tienda en tienda y de tabernáculo en tabernáculo” (1 Cr. 17:1-5).

Aquí podemos observar dos grandes errores humanos. El primero es que, tal vez en una buena intención del rey y una loable acción, se percibe que al querer hacer una casa a Dios, según su mente podría contenerlo y “protegerlo”. Y el segundo, es que hasta el discernimiento del profeta Natán fue confundido ante la emoción de tanta victoria del rey; y sin vacilaciones, apoyó este proyecto. Además, consideremos también cuando Pedro pensó en tratar de hacer una enramada para aquellos personajes espirituales en la transfiguración, para que fueran protegidos de las inclemencias físicas del día (léase Lucas 9:33).

Este mundo y su entorno visible, tal y como lo percibimos, es circunstancial y adecuado a nuestra forma material y temporal de vida. Y será destruido totalmente, leamos: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán desechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas (…) los cielos, encendiéndose, serán desechos…” (2 P. 3:10-12). La Biblia nos presenta figuras que no deben tomarse literales, sino para hacer notar únicamente la grandeza divina, por ejemplo: “…He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener…” (1 R. 8:27). “…El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies…” (Is. 66:1).

Pero entonces: ¿En dónde vive Dios? Diremos que en él están contenidas todas las cosas, mediante características exclusivas como su omnipresencia. Él está aquí y está allá; en esta dimensión y en cualquier otra conocida o desconocida. No hay límites ni fronteras, materia o no materia. Oigamos algo tan profundo, como aquel momento difícil para Moisés cuando es enviado ante Faraón; y le pregunta a Dios, que en nombre de quién iría. Y la respuesta fue: “…YO SOY EL QUE SOY…” (Ex. 3:14). Esto nos indica ¡que ni siquiera su nombre es explicable! Porque él es simplemente: “el que es” y nadie podrá jamás dimensionar su grandeza. David expresa: “¿A dónde huiré de tu presencia?”, porque Dios está en todo lugar.

Sí, Dios es todo y en todo; y está en todo lugar. No puede tener un lugar físico en una dimensión espiritual. Pero ¡hay algo maravilloso! Él ha visitado a su criatura humana y se ha acercado tan íntimamente que ha decidido, en él mismo, hacer en cada corazón de sus hijos un lugar o templo, que es el cuerpo físico de los predestinados y redimidos por la sangre de Jesucristo, para gloria de su nombre. Leamos: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él…” (1 Co. 3:16-17). Sin embargo, esto es algo temporal, no quiere decir que esté únicamente allí, ya que prevalece en su naturaleza de estar en todo lugar.

Si dimensionamos tan grande gloria, cuidémonos del pecado. Ya que esta habitación, también puede albergar a los demonios mismos. Gracias Señor, mi Dios, por esa obra exclusiva de amor y permítenos el privilegio de ser parte de ti desde hoy y eternamente y para siempre. Así sea. Amén y Amén.