Hoy, con la ayuda de Dios, reflexionemos en una de las enseñanzas más importantes dada por nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos; no sólo a los de su época, sino a todos los que habíamos de creer en él a lo largo de esta dispensación de la gracia. La importancia de este tema radica en lo determinante que es decidir por estos dos extremos. 1.- Inclinar el corazón hacia las riquezas o tesoros terrenales, lo cual arrastrará a la condenación eterna. Y: 2.- El inclinar el corazón hacia los valores y tesoros espirituales, lo cual propiciará un glorioso final de vida eterna en Cristo.

Por eso la palabra del Señor nos dice: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt. 6:19-21). Entiéndase como tesoro: todo bien personal, o cosa, o la suma de todos ellos, de precio o estima.

A lo largo de nuestra existencia en este mundo y sin el conocimiento y revelación de Dios, vemos como lo más natural el hecho de dedicar nuestra vida a buscar llenarnos de todo tesoro terrenal que nos haga sentir seguros e importantes. Sin saber que todo lo que se logra aquí en la tierra es perecedero. El rey Salomón en su posibilidad de hacer tantos tesoros, gozó de ellos, pero al final considera que todo ello es vanidad y aflicción de espíritu.

Y nos comparte su experiencia, leamos: “Dije yo en mi corazón: Ven ahora, te probaré con alegría, y gozarás de bienes. Mas he aquí esto también era vanidad (…)  Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres (…) y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu…” (Ec. 2:1,8 y 11). Este pasaje nos muestra lo vano e inútil que son los tesoros, las glorias, los bienes materiales, los cuales son incapaces de poder dar al hombre esa satisfacción integral (espíritu, alma y cuerpo) que sólo Jesucristo es capaz de satisfacer.

Pero cuando Dios se revela a nuestras vidas y nos hace nacer de nuevo, empezamos a ver que hemos hecho tanto aquí en la tierra; y nos sentimos ricos, pero miserables espiritualmente. Allí inicia nuestra carrera espiritual y Dios nos da la oportunidad de empezar a hacer “tesoros en los cielos”, poniendo nuestro corazón en ellos. Ahora empezamos a entender que en Cristo recibimos toda bendición espiritual. Leamos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo…” (Ef. 1:3).

Recientemente escuchamos el testimonio de una hermana que, al haber creído en Jesucristo como su Salvador, su familia la aborreció y desheredó. Pero ella testificaba de lo que encontró en su nueva vida en Cristo, lo cual no se puede comparar en nada con aquello que perdió. Sí, no hay herencia más grande que aquella a la que Cristo nos llama. Leamos: “…para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros…” (1 P. 1:4).

Amado hermano y lector: ¿En dónde está tu tesoro? Cualquiera que sea tu respuesta, eso manifestará lo confirmado por nuestro Señor Jesucristo cuando dijo que: “allí estará también tu corazón”. Hoy Dios quiere llevarnos a un cambio de valores, en el cual podamos renunciar a los deseos temporales.

Leamos la experiencia de Moisés, ante el llamado de Dios para sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (He. 11:24-26). Moisés prefirió el maltrato y el vituperio de Cristo. Es fácil decir: “Cuando muera, todo aquí se queda”, pero el corazón sigue puesto en ello y nos roba el valioso tiempo que debemos de usar para nuestra búsqueda, entrega y servicio a Dios.

Consideremos a Jesucristo, el ejemplo de ejemplos: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Co. 8:9). Este es el ejemplo digno de poder imitar en esta época, en donde abundan líderes religiosos que su interés no son las almas, sino más bien buscan ellos su propio provecho y beneficio mezquino. Y con astucia arrastran a sus feligreses a un evangelio de prosperidad material, tomando como base la fe, entre comillas, en Cristo. Pero en el fondo, lo que guardan sutilmente es el amor a las riquezas y a la molicie.

Es tiempo de prepararnos y estar vigilantes, porque el día del Señor está cerca. Varios de nuestros hermanos están siendo llamados a la presencia de Dios. Con la ayuda de Dios renunciemos a lo terrenal y anhelemos la herencia eterna. Jesucristo promete a los suyos: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:1-3).

Maranatha, Cristo viene. Que Dios les bendiga y les guarde. Amén y Amén.