Leamos: “Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hch. 17:30-31). La gloriosa misericordia de Dios para con el hombre, se manifiesta de muchas maneras y formas.

Pero en este caso particular, quiero referirme a la única y singular forma de alcanzar los beneficios de la salvación, mediante la fe en Jesucristo y su evangelio. Y me refiero «al arrepentimiento», el cual no es un simple reconocimiento de pecado, sino va mucho más allá. Significa un cambio rotundo en la manera de pensar. Un cambio en los propósitos de mis pensamientos y planes de vida. Es un cambio en los sentimientos de mi corazón, que me llevan a tener una perspectiva nueva de Dios, de uno mismo y del mundo. Implica apartarse de mi vida pecaminosa y volverme de corazón a una búsqueda sincera del perdón de Dios, poniendo mi mirada en la bienaventurada esperanza de la salvación en Cristo Jesús.

Después del primer mensaje evangelístico que el apóstol Pedro predicó ante una gran multitud (leáse Hechos 2:14-40), la gente le preguntó: ¿Qué haremos? Y el apóstol Pedro les dijo: “…Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch. 2:38).

Observe que hay dos tremendos efectos del verdadero arrepentimiento. Número 1) Alcanzar el perdón de nuestros pecados sin importar cuán negros sean. El arrepentimiento me abre la puerta de la única forma de ser perdonado por Dios, mediante el sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz. Y número 2) La disponibilidad de mi corazón para ser merecedor de la unción del Espíritu Santo de Dios. Dos grandes acontecimientos que deberían de cambiar el horizonte futuro de la vida de cualquier hombre.

Imagínese ser escogido para llevar la presencia del Dios altísimo en nuestra vida, eso es grandioso. Pero estamos hablando de un verdadero arrepentimiento. Porque debemos reconocer que existen simulacros de arrepentimiento, actitudes más emocionales que conscientes y espirituales, que sólo tienen un efecto temporal sobre la persona que lo hizo, pues pasado poco tiempo regresan a su antigua vida y no hay cambios perceptibles ni manifiestos, que den testimonio de una nueva manera de pensar y vivir.

Una cualidad del verdadero arrepentimiento, es el profundo pesar que se tiene por los pecados cometidos. Es una verdadera y pesada carga que agobia el alma y entristece la vida. Es ser conscientes del daño físico, moral, emocional y también espiritual que nuestros pecados hicieron; no sólo a mí, sino también a las personas que forman nuestro círculo social más cercano, leamos: “Por tanto, confesaré mi maldad, Y me contristaré por mi pecado” (Sal. 38:18). Así lo expresaba el salmista David.

Y el apóstol Pablo lo dice así: “Ahora me gozo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis…” (2 Co. 7:9).

Otra cualidad del verdadero arrepentimiento, es la disposición de mi corazón de confesar mi pecado. Eso significa limpiar mi conciencia de toda carga, para poder correr libremente la carrera de la salvación, leamos: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9). No sólo nos perdona, sino también nos limpia de toda maldad. Es un borrón del mal en mi consciencia.

Al encubrir el pecado, le estoy agregando aflicción y angustia a mi alma. El salmista David nos comparte su propia experiencia al respecto, y decía: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos En mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Sal. 32:3-4). Otra cualidad del arrepentimiento genuino es que me lleva a la santidad, esto significa: dejar de pecar y hacer el bien, con el poder del Espíritu Santo de Dios.

No basta dejar de pecar, debemos cambiar nuestras obras pecaminosas por obras de bien, que demuestren una verdadera transformación. Debemos evidenciar la nueva criatura que está en mí, leamos: “Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda” (Is. 1:16-17).

Dice el libro de Proverbios: “El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Pr. 28:13). Me pregunto, ¿Quién no quiere la misericordia de Dios? ¿Quién no anhela el respaldo de Dios en todo lo que emprendemos y/o hacemos?  Pues bien, mi amado hermano, no te sigas haciendo daño, ven a Jesús, tu buen Salvador, él tiene compasión y misericordia de ti. Recuerda las palabras del Señor que dice: “…Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio…” (Hch. 3:19).

Mi estimado hermano, la oportunidad todavía está presente, la puerta sigue abierta y Jesús te sigue llamando, ven antes que sea muy tarde. Que Dios te bendiga. Amén y Amén.