“Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante…” (He. 12:1). El apóstol Pablo compara la carrera de la vida eterna con una carrera atlética; como las que se realizaban en aquella época en un estadio, leamos: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene…” (1 Co. 9:24-25).

Esta figura es muy interesante y representativa de nuestro caminar cristiano. Tanto en el versículo inicial como en el segundo, hay un común denominador y es: lo difícil de alcanzar la meta. Y que no es simplemente el meterse a competir, sino de entrar a ella con la firme convicción de llegar al final y ganar el premio prometido, que es la salvación de nuestra alma. Lo especial del ejemplo no es la ambición ni la rivalidad de alcanzar la meta en primer lugar. No, sino el poderoso interés personal que se le infunde al deseo de llegar a la meta, sin importar el precio o los grados de dificultad que encontremos.

Ese anhelo de alcanzar el premio será bloqueado y estorbado, de parte de Satanás, de muchas maneras y formas. Total, ese es su trabajo; impedir nuestra salvación en Cristo Jesús. Pero el punto de este tema es: ¿a qué se refiere el apóstol Pablo cuando dice: “Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia? Debemos comprender que el Espíritu Santo está focalizando dos temas diferentes y muy importantes en esta carrera espiritual, que nos pueden impedir nuestra libertad para alcanzar la meta. El primero: despojarnos de todo peso; y el segundo: despojarnos del pecado que nos asedia.

Evaluemos el primer caso: “DESPOJÉMONOS DE TODO PESO”. Aquí, el apóstol no está hablando de algún tipo de pecado. Sino que podría ser, por ejemplo: decisiones equivocadas que, al darnos cuenta del error, producen en nuestro corazón sentimientos de frustración, decepción, etc., que estorban nuestra libertad. Y pueden estimularnos a una desmotivación tan grande que nos impulsan a abandonar el camino, dejar de asistir a la iglesia, dejar de orar, o sentirnos acusados, leamos: “Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; Mas los impíos caerán en el mal” (Pr. 24:16).

Otro peso puede ser actitudes hacia nosotros que interpretamos maliciosamente y nuestro ego personal es lastimado. Y surge el sentimiento de estar siendo agredidos por alguien, aunque en la realidad son simplemente producto de mi orgullo o susceptibilidad, leamos: “Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis (…) No paguéis a nadie mal por mal…” (Ro. 12:14 y 17).

Otro peso puede ser la duda, ya sea hacia la palabra que escuchamos o hacia alguna de tus autoridades, lo cual produce en tu corazón desconfianza y por ende, desmotivación en tu caminar espiritual. Este peso te puede hundir en un pozo de malicias que sepultan tu gozo y libertad en la iglesia. Pierdes comunión con tus hermanos, te aíslas o creas tus pequeños grupos que sólo alimentan esa misma malicia, leamos: “Pero el que duda sobre lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Ro. 14:23).

Otro peso es la murmuración. Es un mal muy común, que afecta no sólo al murmurador, sino también al hermano por quien murmuran. Debemos huir de este peso, pues te puede hacer cómplice de un mal contra tu hermano, leamos: “Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley…” (Stg. 4:11).

Otro peso es la malicia. Esa debilidad mental que te lleva a maliciar todas las cosas. Entiendo que ninguno está libre de este flagelo espiritual y satánico, que lleva al alma del afectado a ver todo con malos ojos, hasta el proceder Divino que actúa con la intención de perfeccionar su obra en él. A muchísimos ha arrastrado al pecado, al menosprecio de los demás, al resentimiento y amargura. Te vuelve una persona desconfiada y mal pensada, leamos: “Todas las cosas son puras para los puros, más para los corrompidos e incrédulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas. Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra” (Tit. 1:15-16).

En fin, podría haber otros pesos que, aunque no son pecados, sí nos llevan a las puertas del mismo. Y me pregunto: ¿quién es capaz de poder liberarse de semejantes lastres que estorban nuestra carrera espiritual? Lastres que por considerarse: “no pecados” los menospreciamos y toleramos en nuestro diario vivir. La respuesta es sencilla: nadie puede, leamos: “…pero veo otra ley en mis miembros, que se revela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro (…) Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 7:23-25 y 8:2).

Mi amado hermano, sí es posible ser libre mediante el poder del Espíritu Santo de Dios, el Espíritu de vida que Cristo prometió enviar y lo hizo para nuestra liberación. Vive una vida plena de libertad, gozo y paz. Pero esto sólo lo hallarás en Cristo Jesús. Amén y Amén.