Dice la palabra de Dios: “No os apartéis en pos de vanidades que no aprovechan ni libran, porque son vanidades (…) Solamente temed a Jehová y servidle de verdad con todo vuestro corazón, pues considerad cuán grandes cosas ha hecho por vosotros” (1 S. 12: 21-24).  ¿Cuándo aprenderá el hombre a confiar y valorar las advertencias de su creador? ¿Será necesario sufrir las consecuencias dolorosas del pecado, tales como la frustración y la amargura que produce la infidelidad dentro del matrimonio; con los consabidos efectos colaterales que sufren el cónyuge agredido y también los hijos, quienes ven con impotencia el derrumbamiento de su hogar y la pérdida lógica de la paz, la armonía, la felicidad, la comunicación entre ellos y el amor, para entender que al final el pecado es malo y destructivo?

¿Valdrá la pena adquirir la temible e incurable enfermedad del sida, sólo por disfrutar de unos minutos de placer sexual prohibido, con la persona prohibida y en el momento incorrecto; sin tomar en cuenta la pérdida de tu honor, prestigio y testimonio ante los demás para entender que el pecado es malo? Leamos: “Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2 Ti. 2:22).

¿Valdrá la pena ingerir licor o cualquier otra droga que te convierta en un parásito social que para satisfacer tu voraz necesidad te veas obligado a vender hasta las cosas de tu familia, desde las más pequeñas hasta las más grandes de tu casa, y así convertirte en un hazme reír de la gente, un ladrón callejero, o un ratero, un paria, un estorbo social y una vergüenza para tu familia, para que al final de tu vida te vengas a dar cuenta que el pecado destruye al hombre y su existencia? Por eso: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor. Tus ojos mirarán cosas extrañas, y tu corazón hablará perversidades” (Pr. 23:31-33).

¿Valdrá la pena enrolarte en negocios fraudulentos y corruptos para alcanzar una vana riqueza y un estatus económico falso, fundamentando tu solvencia económica y tu estabilidad emocional sobre bases tan inestables como el agua; construyendo un fantasioso futuro a tus hijos, los cuales sufrirán cruelmente el desaire social y la burla de sus amistades al descubrirse lo corrupto de las bases que sostenían las columnas de tu economía y de la opulencia en la que te jactabas? Hoy estás en la cárcel y cada día se descubren más los cimientos oscuros de tu corrupción. Y esto muchas veces sin importar tu nivel social, cultural, o aun religioso, la avaricia no tiene fronteras. Leamos: …porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Ti. 6:10). Ante semejantes consecuencias ¿valdrá la pena pecar?

 

Mi querido hermano y amigo lector, Dios en su infinito amor advierte al hombre, mediante su bendita palabra, las terribles consecuencias del pecado y lo infructuoso que al final resulta ser. Cuando Satanás lo ofrece, lo adorna de cuanta pompa e hipnótico argumento puede, para persuadir al incauto hombre de lo bueno que es hacer aquel hecho, sin tomar en cuenta las amargas y dolorosas consecuencias que llevan implícito el pecado, leamos: “…porque no hay verdad en él (Satanás). Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira” (Jn. 8:44).

 

Oídme atentamente, dice el Señor…

Una vez más nos habla el Señor, al advertir que no hay ningún provecho o beneficio para el hombre, cuando se aparta de Dios por buscar las vanidades ilusorias de la vida. Los tesoros de maldad no serán de provecho para el que los posee. Estas riquezas conllevan una maldición que arrastra al hombre a la condenación eterna. Pero hacer la justicia (la voluntad de Dios) libra al hombre de la muerte eterna en el infierno. Indudablemente que para el malo no habrá un buen final, ya que: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo…¨ (Ez. 18:20). Pero es imposible evitar que, tanto padres como hijos, sufran las consecuencias colaterales del pecado que cometieron. Por eso dice el Señor: “¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan (provechoso), y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura” (Is. 55:2).  

Sí, mi querido hermano, Dios desea el bien del hombre. Por eso no se cansa de hablarnos día y noche. Primero por los profetas. Después por su Hijo Jesucristo. Y hoy, por medio del Espíritu Santo, el cual mediante su palabra redarguye al hombre, de pecado, de justicia y del juicio merecido que recibirá todo aquel que menosprecia la gloriosa oportunidad que tenemos de alcanzar el perdón de los pecados, por la sangre preciosa del Cordero de Dios, Jesús, su Hijo. Por lo tanto, no endurezcamos nuestros corazones ante el llamado de Dios.  Que la paz de nuestro Señor Jesús sea con todos vosotros. Amén.