“Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras…” (Ro. 2:5-6). Es importante comprender que existe la dureza natural del corazón, heredada por el pecado original, la cual traemos por naturaleza, ligada a nuestro ser desde que nacemos. Somos insensibles al llamado de Dios. Dudamos de la veracidad de las promesas hechas por nuestro Señor Jesucristo. Tenemos el corazón entenebrecido. Somos adictos al pecado y a cualquier manifestación de maldad, siendo prisioneros de nuestros malos pensamientos.

Aprendemos el mal de una manera veloz y precoz. Estamos habituados a la maldad.          Ante este cuadro, razón tiene el apóstol Pablo cuando escribe que: “por nuestro corazón no arrepentido, estamos sujetos a la ira venidera de Dios, que caerá contra toda acción impía”. No podremos esconder ninguno de nuestros pecados. Seremos juzgados conforme a nuestras obras y entendamos que en Dios no hay acepción de personas. Que tanto el judío como los gentiles, están expuestos al juicio eterno. En esta condición de pecado, somos ajenos a la vida de Dios y a todo lo que le pertenece a él.

Ese universo espiritual divino es extraño a nuestro contexto materialista, egoísta y pecaminoso, lejos de su comunión y cobertura espiritual, leamos: “…teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón…” (Ef. 4:18). Estoy convencido que esto fue una de las razones que motivó la venida del Señor Jesús, el Hijo de Dios, para dar su vida por los pecadores, a los cuales el pecado había endurecido el corazón. Nacemos sujetos a la perdición del pecado.

Miserables de nosotros, sin Cristo estamos viciados de todo mal y aun las cosas buenas que podamos hacer, están contaminadas por nuestro egoísmo y soberbia. Nada bueno hay en nosotros. En fin, esto éramos antes de Cristo. Y el milagro de él sobre nosotros, es quitar ese corazón de piedra y poner uno más sensible, permeable a la voluntad y a los designios divinos. Eliminando las barreras de la carne y permitiendo que la sencillez del evangelio tome control de nuestras vidas. Permitiendo que se inicie el maravilloso proceso de la regeneración o el nuevo nacimiento espiritual dentro de nuestro ser. Convirtiendo la maldad de nuestras acciones en obras de justicia y de santificación.

Nos vuelve benignos unos con otros. Nos quita esa aspereza típica del hombre natural y nos volvemos más suaves y misericordiosos en nuestras relaciones con los demás. Somos comprensivos y no “macheteros” para juzgar los errores de nuestros semejantes. La comprensión predomina a la acusación. Extendemos la mano de misericordia y escondemos el dedo acusador, que cómo les gusta a muchos utilizar en contra de los demás. Esta actitud juzgona y severa puede revertirse contra el mismo acusador, por eso la Santa Biblia dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados…” (Mt. 7:1-2).

 

El  peligro de la dureza 

Habiendo comprendido el origen de la dureza natural, la cual Cristo cambia, es importante tener claro que existe otra dureza, la cual puede manifestarse no en el hombre impío o el inconverso, sino en aquellos que nos llamamos hijos de Dios o cristianos. En los que profesamos la fe. Los que asistimos frecuentemente a la iglesia. Es un virus espiritual que infecta lenta y eficazmente el corazón de los creyentes.

Lo terrible es que cuando alguien lo tiene, su corazón pierde la sensibilidad al consejo o exhortación y se empecina en su propio criterio, llegando al extremo de resistir cualquier opinión que no esté acorde a su idea, leamos: “Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se ENDUREZCA por el engaño del pecado” (He. 3:12-13).

Mi querido hermano, las consecuencias del endurecimiento post-conversión son terribles. El origen de la apostasía es este cabalmente. Si después de haber sido iluminados por la verdad de Cristo, abrigamos el pecado y damos cabida a Satanás con sus demonios de malicias, lo único que queda es el juicio de Dios, mediante el cual Dios procurará ablandar ese corazón endurecido. Vea cómo lo dice el apóstol Pablo, le llama al origen del endurecimiento del creyente: “EL ENGAÑO DEL PECADO”.

¡Alerta mis queridos hermanos! ¿Por dónde Satanás, sutilmente, puede estar metiendo el veneno del libertinaje espiritual, haciéndote creer que lo que pretendes hacer es correcto? ¿O que lo que estás haciendo no es malo? Satanás es el maestro del engaño y la sutileza, y su intención es endurecer tu corazón. Dice la palabra “…Si oyereis hoy su voz, No endurezcáis vuestro corazón…” (Sal. 95:7-8).

¿Tienes duda de lo que has pensado hacer? ¡Acércate a Dios! Pide el consejo a tiempo, antes que la serpiente muerda y cualquier consejo no tenga efecto persuasivo. Humíllate y escapa de la trampa de Satanás. Leamos: “Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios; Mas el que endurece su corazón caerá en el mal” (Pr. 28:14). Mi amado hermano lector, nunca te olvides de este consejo: “El hombre que reprendido (aconsejado) endurece la cerviz, De repente será quebrantado, y no habrá para él medicina” (Pr. 29:1).

Ojalá no tengamos que escuchar algún día las palabras de censura que Dios tuvo que enviar a Israel por el profeta Zacarías, diciendo: “Pero no quisieron escuchar, antes volvieron la espalda, y taparon sus oídos para no oír; y pusieron su corazón como diamante, para no oír la ley ni las palabras que Jehová de los ejércitos enviaba por su Espíritu (…) vino, por tanto, gran enojo de  parte de Jehová…” (Zac. 7:11-12). Que Dios, y su Santo Espíritu, te dé oídos para oír a tiempo su voz. Dios te bendiga. Amén.