“Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis” (1 Co. 5:11). Dentro de las dificultades de la vida, está la conveniencia de nuestras relaciones interpersonales, las cuales como pueden ser beneficiosas, también pueden ser altamente peligrosas. La sabiduría de cómo debo de conducirme en este mundo, es de vital importancia para mi futuro inmediato y a largo plazo, y por qué no decirlo, me puede afectar hasta la eternidad.  Muchas veces podemos ser demasiado simples y pecar de ignorantes e incautos en nuestra relación con los impíos, no creyentes o inconversos, y también con aquellos que son nuestros propios compañeros de iglesia. Y es porque no somos capaces de comprender que el pecado se transmite como si fuera una enfermedad infectocontagiosa, la cual es transmitida de muchas maneras que pueden parecer muy simples, ingenuas y superficiales.

Dijo el Señor a sus discípulos: “Si alguno tiene oídos para oír, oiga (…) le preguntaron sus discípulos sobre la parábola. El les dijo: ¿También vosotros estáis así sin entendimiento? ¿No entendéis que todo lo de fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina? Esto decía haciendo limpios todos los alimentos. Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre” (Mr. 7:16-20). La ingenuidad o ignorancia espiritual se paga caro. Un corazón contaminado puede enfermarse de muchos males y ser arrastrado al debilitamiento espiritual. Esto nos lleva a la pérdida paulatina del ánimo y de la fuerza espiritual; comenzamos a caminar pesadamente en la senda de Dios.

Ese debilitamiento permite que mi mente sea invadida de muchas malicias que impiden que yo pueda recibir la palabra de Dios como niño recién nacido (léase 1 Pedro 2:1-2). Es tan grande mi debilidad que ya no puedo luchar como buen soldado la batalla de la vida eterna. Me cuesta mucho resistirme al pecado. Mi discernimiento pierde agudeza y admito en mi vida cosas que antes las consideraba nocivas para mi fe. De repente, me puedo encontrar defendiendo lo malo y rechazando lo bueno, olvidando las palabras del Señor que dicen: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Is. 5:20).

Esa mortal debilidad me lleva a defender lo indefendible, a esforzarme por justificar mi pecado. Y trato de justificar mis pecados juzgando la vida de los demás, levantando mi dedo acusador, sin darme cuenta que lo que estoy haciendo es protegiendo a Satanás en mi propio corazón. Veo los males en los demás y eso me da fuerzas para hacerlo yo mismo. ¡Cuidado, esto está advertido en la palabra de Dios! Leamos: “No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios…” (Ex. 23:2). No, mi amigo y hermano en Cristo, no hay justificación para el pecado. El debilitamiento espiritual hay que rechazarlo con todo nuestro corazón.

Algunas veces, por no herir a algún “amigo” del mundo, no le advertimos sobre las consecuencias que conllevan las cosas malas que practica y caemos en el error de tolerar el pecado. Tácitamente eso me hace cómplice de los pecados ajenos: “Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas; porque vergonzoso es aun hablar de lo que ellos hacen en secreto” (Ef. 5:11-12). Hermano lector: “No entres por la vereda de los impíos, Ni vayas por el camino de los malos” (Pr. 4:14).

Pídele a Dios que puedas despertar de entre los muertos. Clama: ¡Señor resucítame! Clama al único que puede sacarte con su mano poderosa de ese fango mortal en donde estás atrapado o estás por caer en él. ¡Levanta tus manos caídas y afirma las rodillas paralizadas! Que el día del arrebatamiento está demasiado cerca, porque él vendrá como ladrón de noche, cuando nadie lo espere. Despierta iglesia amada. “No tengas envidia de los hombres malos, ni desees estar con ellos…” (Pr. 24:1). Ni tampoco te enredes en los negocios de la vida, porque pueden arrastrar tu alma detrás del amor al dinero, el cual es raíz de todos los males.

 

¿Y hay malos en la Iglesia?

Con profunda tristeza tengo que reconocer que este mal también está entre nosotros. Y el germen del pecado es muchas veces protegido y diseminado entre los mismos miembros. Esto se vivió en Israel y la iglesia organizada no se salva de esta contaminación. Jesús tuvo a un traidor, Judas, entre sus discípulos. El apóstol Pablo tuvo un Demas, que también lo traicionó. En la iglesia de Éfeso, Pablo les llamó lobos rapaces, a los que después de su partida se meterían a la iglesia. Y no es extraño que entre nosotros hayan algunos que andan desordenadamente, a los cuales hay que exhortarlos con amor y misericordia para reconvenirlos de sus errores, pero nunca para seguir sus obras, las cuales hay que reprenderlas y tomar medidas que les ayuden a dejar esas malas prácticas.

No te hagas partícipe de pecados ajenos. Luchemos todos, desde nosotros los pastores, los diáconos, los sub-diáconos y miembros activos de la iglesia, y defendamos la santidad de la iglesia. Tengamos celo por la casa de Dios. Y a título personal propongámonos en el nombre del Señor Jesucristo, ser ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza.  Es obvio que esta lucha intestina contra el mal, acarrea incomodidades; pero mostremos integridad y seriedad, de modo que el adversario se avergüence y no tenga nada malo que decir.

Que nuestro buen Dios nos dé poder para ser fieles en todo, de tal manera que vengamos a ser “adornos a la doctrina de Dios nuestro Salvador”. Mi oración está en favor de aquellos que estemos dispuestos a tomar las armas de la luz y combatir con valentía y poder en el Espíritu Santo de Dios, a las tinieblas que tratan de contaminar nuestro pueblo, el de Dios. Vamos hermanos, peleemos la buena batalla de la fe. Que Dios les bendiga. Y fieles hasta el final. Amén.