Cuando Adán y Eva cometieron el pecado en el huerto del Edén, condenaron, esclavizaron y sujetaron a toda la humanidad, a las consecuencias mortales que aquel hecho acarreaba como un efecto indefectible de la justicia de Dios sobre todo pecador, leamos: “Porque (…) en Adán todos mueren…” (1 Co. 15:22). Además dice: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre (Adán), y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12). Es por esta razón, mi querido amigo lector o hermano en Cristo, que creamos o no, fielmente o ambiguamente en Dios, debemos ser conscientes que hay un poder del cual no podemos liberarnos de él, y es la ley de la muerte.

Podemos decir con seguridad que desde que nacemos comenzamos a morir. Nuestro destino es la condenación de nuestras almas, condenadas por ese poder tremendo de la ley del pecado que opera en todos los hombres. Pregunta un día el apóstol Pablo, abatido y angustiado por su impotencia, para liberarse de semejante fuerza, y dice así: “…pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva CAUTIVO a la ley del pecado que está en mis miembros.  ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro. 7:23-24). Quizás este sea el grito desgarrador que cada uno de nosotros en algún momento de nuestra vida exclamamos, impotentes de liberarnos de semejante poder. Con la mente deseamos cambiar, pero con el cuerpo, dominado y cautivo por el poder del pecado, sucumbimos ante su fuerza brutal una y otra vez hasta morir.

Esta ley opera en los miembros del hombre, arrastrándolo hacia toda injusticia; y siendo incapaz de dominarlo, golpea, destruye y pisotea la vida de los seres queridos que le rodean. Generalmente son víctimas inocentes, niños débiles incapaces de poder defenderse de semejantes monstruos, que habiendo perdido toda sensibilidad natural y engordados de soberbia y prepotencia, aplastan inmisericordemente su presente y condenan anticipadamente su futuro; pues quedan en el subconsciente de sus víctimas, profundas heridas difíciles de sanar. Lastiman emocionalmente sus vidas, pues crecen con complejos y traumas psicológicos que les afectarán toda su existencia. “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne…” Sin comprender, a pesar de que escuchen sermones, exhortaciones, amonestaciones, etc., “que el ocuparse de la carne es muerte” y muerte eterna.

El impío y tristemente el creyente de doblado ánimo, piensa día y noche en cómo ejecutar el pecado. Lo planifica, lo busca, lo ama; aunque le hayan explicado una y mil veces que eso lo llevará a la muerte eterna. No puede evitarlo, leamos: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco PUEDEN; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:7-8). El hombre sin Cristo buscará la manera de justificar el pecado, creando su propio espejismo mental, creyendo que la justicia de Dios no lo alcanzará. Miserable ignorancia, pues no existe nada que se esconda de la justicia Divina. No hay rincón del planeta ni del universo en donde el hombre pueda esconderse de Dios. “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?  Si subiere a los cielos, allí estás tú; Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás” (Sal. 139:7-8). ¿Qué hombre es capaz de huir y de vencer esta ley de condenación y muerte?

 

La ley  del Espíritu  de vida

Dios reveló a sus santos: “…a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria (…) a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (Col. 1:27-28). Mi amado hermano, mucho se habla sobre que estamos viviendo un avivamiento espiritual en estos tiempos modernos. Pero la iglesia cristiana se hunde cada día más, tragada por las corrientes mundanas. En lugar de que el mundo se convierta a ella, ella se ha convertido al mundo, amando y siguiendo sus corrientes y costumbres. Pero hay un remanente fiel, que no vivimos según la carne, sino según el Espíritu, el cual mora en nosotros. Sabiendo que si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, NO ES DE ÉL. Pero si Cristo está en nosotros, el cuerpo en verdad está muerto al pecado y el Espíritu vive a causa de la justicia manifestada en nuestras vidas (Romanos 7:9-10).

Entendamos mis hermanos, que todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son verdaderos hijos de Dios y en ellos se manifiesta el poder glorioso de: La ley del Espíritu de vida, mediante la cual podemos evidenciar que Jesucristo vive en nosotros. Ya que ese poder de vida nos permite vencer el pecado, resistirnos al mundo, morir a la carne y sus deseos pecaminosos, perseverar en fidelidad hasta que muramos, tener fe, pero esa fe que vence al mundo.

Este es un verdadero avivamiento espiritual, el que nos impulsa a luchar contra un sistema que traga y absorbe al hombre. Esto implica muchas luchas y batallas, las cuales acarrean aflicciones, pruebas, tribulaciones, etc., pero: “…tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18). Por lo tanto, luchemos tenazmente hasta el final, que nada ni nadie nos quite la corona de la vida que Dios ha prometido a sus fieles. Hermanos: ¡Fuertes y poderosos en Cristo Jesús! Dios les bendiga hoy y siempre. Amén.