Recordemos siempre que el éxito en toda labor o designio, tanto material como espiritual, está por delante. Esto se da inicialmente, mediante la formulación de metas y proyectos, los cuales surgen atendiendo a las necesidades intrínsecas del individuo o sociedad determinada. Alrededor de aquello, cada quien establece sus mejores estrategias, mediante la factibilidad y recursos a la mano, el cual, por fin arranca.
Siempre, al principio de algún proyecto o empresa, se considera y evidencia mucho entusiasmo, diligencia, esfuerzo y ahínco. El tiempo transcurre, el ánimo puede decaer, el cansancio o fatiga llega, y tal vez algunos fracasos en la labor causen diversos grados de desmotivación, considerada muchas veces hasta llegar a la frustración misma. Secundario a esto, como que se desvaneciera la meta o visión de lo que un día fuera nuestro mayor anhelo, motivación y entrega.
Como resultado final: nada pasó, nada cambió, no hay frutos. Hubo falsas expectativas, pero nada eficaz. Y la pregunta es: ¿por qué tanto esfuerzo inicial, tanta inversión, tanta presunción, si no hay resultados claros? De qué éxito hablamos. Mucho alarde, pero pocos o ningún resultado. De aquí, que la enseñanza hoy, es: «El cambio determina el éxito». Y no hay otra mejor manera de calificar más justa y fielmente, sino mediante buenas o malas cosechas; frutos dulces o amargos; productividad o pérdida insensible.
¡Dios es categórico al respecto! Leamos: “O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el árbol malo, y su fruto malo; porque por el fruto se conoce el árbol” (Mt. 12:33). Además, dice: “…el cual pagará a cada uno conforme sus obras…” (Ro. 2:6). Aquí vemos a un soberano y perfecto Dios, demandante de buenos resultados, como lo que: «realmente determina el éxito». Entonces, no son grandes planificaciones, elocuentes discursos o estrategias bien trazadas o presentadas. Son números, cifras, producción, calidad comprobable; además, sometida a fuertes pruebas.
En la parábola de los talentos, en Mateo 25:14-30, se habla de un poderoso hombre quien, yéndose lejos, llamó a sus siervos y les repartió sus bienes para que los administraran. Y tal vez sin ellos saberlo, la forma de evaluar el éxito de aquella encomienda, no era únicamente en cuidar celosamente aquellos valores, aunque, por supuesto, había que hacerlo. Sino lo más importante serían todos aquellos beneficios secundarios, evidenciados en la ganancia real que se obtuviera mediante un trabajo, un esfuerzo, amor, perseverancia, sin perder detalle, etc. Vemos aquí que, aunque la demanda es fuerte, también hay justicia y consideración. Siendo que, de acuerdo con el capital delegado, así también era la expectativa en cuanto a resultados.
Igualmente, Dios a cada uno de nosotros nos ha dotado de capacidades, dones, valores, virtudes, ánimo, fortaleza; intelecto entre muchas más. Y hablando de hombres como tales, unos son más saludables, otros más débiles, famélicos y vulnerables; algunos fuertes y definidos; otros, diligentes y otros, inconstantes; algunos con grandes capacidades intelectuales y otros, hasta el extremo de la torpeza e ignorancia aun la demencia. Pero: ¿qué razón tiene todo esto?
Y es que realmente, dentro de una sociedad heterogénea como la descrita en cuanto a tales recursos personales, tendremos primeramente que reconocer que no lo sabemos todo. Y que todos necesitamos de todos para sobrevivir en este nuestro cosmos. Y que si alguna virtud poseemos no es nuestra, sino otorgada. Leamos: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg. 1:17).
Entonces, cuál es el proyecto divino en cuanto al otorgar virtudes. Y afirma nuevamente la Escritura, que es para la edificación de alguien más. Por lo tanto, el éxito de esta «empresa espiritual» es dar, servir, entregarse a los demás. Es negarse, es morir, soportar, llorar en silencio, humillarse, reconocer, considerar, etc. En ese sentimiento, leamos: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable (…) si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil. 4:8).
Creo que, al entender perfectamente el plan de Dios, las iglesias y religiones modernas y actuales están totalmente desfasadas de los móviles espirituales que fueron considerados por nuestro mismo Creador. Y, al contrario, vemos que se predica de éxito, bonanza, prosperidad, pero manifiestos en medio de soberbia, materialismo y carnalidades, sobre todo.
Se ha perdido el concepto de la santidad, la humildad y la negación, cumpliéndose fielmente la profecía dictada por Dios para la última iglesia de esta dispensación, Laodicea, leamos: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…” (Ap. 3:17). Aquí se habla de una iglesia tibia y vanidosa, la cual se ha engrandecido. Sin embargo, Dios la descalifica y la corrige, para ver si cambia.
Amados hermanos, creo que, dentro de esta clara manera de enfocar el éxito espiritual, cada uno de nosotros debemos considerar nuestra propia vida y buscar el verdadero triunfo, ejemplificado por Dios mismo mediante Jesucristo, quien nos enseñó con ejemplo vivencial lo que significa mantenerse en el camino, no como religión. Y llegar a la presencia del Padre, quien representa el éxito total, dando frutos que, siendo calificados por el Eterno, nos han de llevar a culminar nuestro grande proyecto de salvación.
Que el Señor nos guie e ilumine hasta el final, pues sin él, sin su palabra y sin su Espíritu, sería imposible triunfar. Que Dios les bendiga. Así sea. Amén y Amén.