El evangelio de nuestro Señor Jesucristo vino revestido de un poder
maravilloso, capaz de cambiar la historia de cualquiera que lo oyere. Tiene el poder
transformador de la palabra poderosa del Dios vivo, que creó con ella todas las
cosas que vemos y conocemos, y aun las desconocidas por la ciencia humana. El
mensaje de Jesús sana toda enfermedad (espiritual como física); da vida donde
reinó la muerte. Leamos: “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la
incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos
todos los pecados” (Col. 2:13). Es capaz de convertirnos en instrumentos útiles
para reproducir en los demás, el efecto multiplicador de la vida. Antes, sin Cristo,
usamos nuestros miembros para servir al diablo, pero ya en Cristo los ponemos al
servicio del Dios vivo.
El deseo de todo creyente fiel y verdadero es tener una vida fructífera para la
gloria de Dios y exaltar la grandeza y el poder de nuestro Salvador. Es mostrar a
los incrédulos las evidencias transformadoras del evangelio del Señor Jesucristo.
Nos impulsa una necesidad impuesta, pero espontánea y voluntaria, operada por el
Espíritu Santo de Dios para hacer su voluntad en todo momento y ¡ay de nosotros
si no lo hacemos! Pero esto no es una amenaza sino un poderoso sentimiento de
amor, en una obligación de amor.
Bueno, todo esto suena bien. Pero corremos el riesgo de que nuestra fe sea
contaminada por toxinas espirituales que neutralizan y contaminan nuestra fe. El
mismo Señor Jesús advirtió a sus discípulos de este riesgo espiritual, leamos: “En
esto, juntándose por millares la multitud, tanto que unos a otros se
atropellaban, comenzó a decir a sus discípulos, primeramente: Guardaos de
la levadura de los fariseos…” (Lc. 12:1).
El crecimiento espiritual debe ser constante y permanente en la vida cristiana
saludable de todo convertido. Es parte del proceso regenerador que se da en el
camino de la fe. Pero este crecimiento puede ser neutralizado por una serie de
toxinas doctrinales espirituales, a las cuales el Señor Jesús llama levadura y nos
advierte que debemos «guardarnos de ellas». Estos aditivos espirituales suelen ser
muy peligrosos ya que atrofian el crecimiento y nos vuelven estériles. Leamos: “Así
que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra
del Señor siempre…” (1 Co. 15:58).
Toxinas de la fe
a) La religiosidad. Podemos creer que la salvación se alcanza mediante el
cumplimiento metódico y ortodoxo de una serie de liturgias, que sirven más para
exaltar la habilidad humana en el desempeño de las mismas, que una verdadera
adoración a Dios. Esto vuelve nuestro culto al Señor frío, calculador e insensible.
Muy lejos de lo que Dios pide, que es un culto basado en la expresión sensible del
corazón convertido de la muerte a la maravillosa luz de Dios, mediante la fe en el
Señor Jesús. Dios pide una adoración y obediencia llena del calor del amor sencillo
y espontáneo, libre de toda contaminación de carne y de espíritu. Dice la palabra
de Dios: “Pues el propósito de este mandamiento es el amor nacido de
corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida…” (1 Ti. 1:5). A tales
adoradores busca el Padre que le adoren.
b) Salvos por obras. Dios no pide obras de hombres, pues ellas representan el
esfuerzo del hombre por alcanzar una salvación. No, esta toxina me obliga a actuar
por ley, creando en mi corazón un espíritu de esclavo, y obedeciendo por miedo y
no por amor: “Pues la ley produce ira…” (Ro. 4:15). Esto no es lo que pide Dios.
Las obras envanecen: “…no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:9). A
diferencia de esto, Dios pide frutos, los cuales son efecto de la presencia del
Espíritu Santo en la vida de un hijo de Dios. Son aquellas «buenas obras», las
cuales Dios preparó de antemano (léase V. 10). Las obras que Dios acepta son
frutos y no esfuerzo humano.
c) El dogmatismo religioso. La iglesia es un ente vivo que va siendo guiado
por el Espíritu Santo y en su caminar hacia la venida del Señor, hay una revelación
doctrinal progresiva. Cuando alguien es incapaz de adaptarse a ese cambio se
queda atrapado en principios que ya no tienen vigencia y crean una esterilidad
espiritual, lo que le impide adaptarse a ese progreso espiritual en la iglesia. “Pero
cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda verdad (…) y os hará
saber las cosas que habrán de venir” (Jn. 16:13).
Mis amados hermanos, necesitamos la llenura del Espíritu Santo para no ser
contaminados de esas terribles toxinas que esterilizan al pueblo de Dios. Pidamos,
busquemos y clamemos por la unción de Dios, para que seamos creyentes sanos y
limpios. Que Dios les bendiga. Amén.
