La convicción nos compromete

8 noviembre, 2015

“…porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Co.9:16). Cada uno de nosotros encontramos que en nuestro diario vivir, siempre habrá un detalle ineludible y es precisamente -el compromiso-. Entendamos por compromiso, toda aquella acción que nos lleva a invertir cualquier esfuerzo físico o intelectual, tiempo y recursos, sacrificando aun algunos valores importantes de nuestra vida, para atender las demandas de alguna empresa o bien, persona o institución. Consideremos que hay muchas causas que pueden motivar a un “compromiso”: algún interés económico, deseos de grandeza, algún interés personal, sentimental, social, aun sexual u otro, o porque no hay otra alternativa… constituyéndose en pura obligación. Lo importante de realzar en estas notas, es aquel compromiso intrínseco que como fuego o núcleo de ebullición, genera desde lo más íntimo de mi ser, la inducción de mil y una acciones, sin medir esfuerzo o sacrificio, sin importar tiempo o distancia. Para lo cual, he de invertir aun mi propia vida y recursos, sin medir reciprocidad de interlocutores ni intereses mezquinos. Pero, para eso, necesito creer en cuerpo, alma y espíritu en la -empresa-, la cual merezca mi total y absoluta confianza y a esto le llamamos “convicción”. Que no es ni más ni menos que estar plenamente seguros en dónde estamos parados. Consientes que no hay nada mejor, lo que ha de provocar el amor verdadero. Consientes de los riesgos, pero con la mirada fija en una sola meta. Menospreciando aun todos nuestros intereses y/o beneficios temporales. El objetivo es claro y definido. No hay doblez de ánimo ni pensamientos de deserción. No hay treguas, ni tiempo para lamentar, mucho menos retroceder o renunciar. Es más, somos felices y estamos más que realizados a pesar de la crítica, burla y menosprecio de los más cercanos que tal vez, aun amamos. Todo esto no es pasión, emoción superflua o pasajera. Allí esta, es real, no finge, persevera a pesar de las circunstancias y adversidades. “Puja” desde dentro hacia fuera y eso al final sólo tiene un grande y verdadero nombre: “amor”, y ése se constituye al final, en el verdadero motor que genera toda fuerza y energía que impulsa y promueve de continuo, en aquel que es capaz de amar. Esto no es humano, sino sublime y divino, ya que viene de las “entrañas” del mismo Dios altísimo, manifiesto por el Espíritu Santo en nosotros: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn.3:16). ¿Y qué es esto? Es el amor que el mundo no conocía. El amor de Dios que por mí y por ti, sin importar el grado de nuestra maldad, se proyecta desde el cielo cual haz de luz para iluminar con su fulgor. Sin importar entregar su vida misma por convicción, en su proyecto de misericordia y verdad, lo cual hoy como sentimiento y herencia, proyecta a todo aquel que le recibe como su única fuente de esperanza. Creer en él, nos saca de todo proyecto y contexto humano, temporal y materialista, ubicándonos no en provocaciones esotéricas, ni fantasías filosóficas, sino convencidos y seguros, no por interés ni miedo, sino por medio de un nuevo nacimiento, habiendo obtenido un cambio de naturaleza: “…y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí…” (Gá.2:20). “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil.1:21). ¡Qué convicción la del apóstol Pablo! Pero esa misma característica y virtud, es la que debe de prevalecer en todo ser redimido por la preciosa sangre de Jesucristo, quien por amor y convicción entregó todo lo que tenía, aun en humillación y maldición, porque: “Maldito todo el que es colgado en un madero…” (Gá.3:13). Porque él tuvo muerte y muerte de cruz.

Creo que un medidor infalible de nuestro estándar de Espíritu y relación personal con Dios, es precisamente el grado de compromiso natural y espontáneo, sin reservas; lo cual no es normal en un humano. Pero esta dote divina no es de todos y por eso es que “…no es de todos la fe” (2 Tes.3:2). Porque la fe plena da como producto una convicción irrestricta y sin precedentes: “…por amor del cual lo he perdido todo…” (Fil.3:8). Y porque todo lo que halló, es más grande que todo lo conocido por él. Todo hombre natural le huye al compromiso aun en su vida cotidiana, evadiendo los contratos, el matrimonio, las responsabilidades, las cargas y todo aquello que provoque el sacrificio. Pero los que estamos convencidos de que hemos nacido para servir y amar, y que siendo engendrados por el Espíritu de Cristo vivimos con una meta clara y definida, estoy: “comprometido con Dios”. Y eso me hace liberarme cada día más de cualquier yugo de esclavitud en el orden de lo humano. El resumen de estas palabras es este: El hombre convencido ama y el que ama, ha conocido a Dios y el que conoció a Dios, está comprometido sin límites ni medidas, que al final significa morir a él mismo, en pro de su compromiso. “Estamos comprometidos, si es que estamos convencidos”. Porque si no estás convencido, nunca harás nada en el reino de los cielos. ¡A Dios sea la gloria! Y gracias Señor, por darnos un corazón convencido. Amén y amén.