Fervor Dentro De La Congregación

22 abril, 2025

Hemos sido llamados al evangelio, no por méritos humanos ni por capacidades intelectuales ni religiosas, sino porque Dios como soberano ha establecido y acercado «su reino», de acuerdo a sus objetivos de salvación por amor para la humanidad. Para ello, usa hombres imperfectos, malos, impotentes y frágiles; pero dispuestos a aceptar, aprender y aplicar los principios de amor, misericordia, justicia y verdad. Leamos: “…sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios (…) y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Co. 1:27-29).

Dentro de todo ese arsenal espiritual, necesario para trabajar, pelear y vencer por nuestras almas, debemos anhelar, rogar y suplicar delante de Dios «ese don» que hoy nos ocupa y que es el “fervor dentro de la congregación”. Llámese fervor a ese celo ardiente, un ánimo, entusiasmo, algo intenso, hasta apasionado, respecto a lo espiritual y eterno. Además, es el cuidado, el velar por el crecimiento y bienestar de nuestra alma.

Este fervor se hace notar por los íconos históricos que nos antecedieron. Vemos cómo David peleó fervorosa y ardientemente por su rebaño, leamos: “David respondió a Saul: Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre; y cuando venía un león, o un oso, y tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería, y lo libraba de su boca; y si se levantaba contra mí, yo le echaba mano de la quijada, y lo hería (…) y lo mataba” (1 S. 17:34-35). En ese mismo fervor fue capaz de matar al gigante Goliat que acechaba a sus hermanos.

Pero hay algo mayor en esta loable labor y vemos al más elocuente exponencial de pleno fervor. Y es a nuestro Señor Jesucristo, que desafiando a todas las potestades de maldad, fervorosamente y por amor íntegro, entrega en la cruz su vida, para salvar lo encomendado por el Padre. Que éramos ni más ni menos que tú y yo, incluyendo a todo hombre que acepta este regalo. Leamos: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13).  Entonces, el extremo de morir por amor, es el verdadero fervor.

Claro, tú y yo no podemos inmolarnos hoy, Cristo ya lo hizo por nosotros. Y ahora, de una manera simbólica pero objetiva, entreguemos voluntariamente nuestro mejor fervor en amor. Dedicando nuestro tiempo de vida, durante esta corta existencia material y humana, en el cuidado ferviente de nuestra alma. Predicando, evangelizando, enseñando, discipulando, velando por las viudas, los huérfanos y necesitados.

En fin, entregando nuestras vidas a la piedad y a las buenas obras, las cuales tal vez no tengan toda paga o recompensa en esta vida. Pero sí, con una esperanza de algo más grande, superlativamente mejor, siendo parte misma de la naturaleza divina por la eternidad. ¡Aleluya! ¿Aceptas el reto? Este amor ferviente es trasladado a la iglesia de Jesucristo, en donde él es cabeza y Señor de esta grande labor, plasmada en la palabra, leamos: “…Apolos, natural de Alejandría, varón elocuente, poderoso en las Escrituras (…) y siendo de «espíritu fervoroso» hablaba y enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor…” (Hch. 18:24-25). Veamos cuatro aspectos básicos respecto al indispensable «fervor dentro de la congregación».

1). Elocuentes: Vemos a un Apolos con mucha capacidad para hablar y enseñar eficazmente, para convencer y persuadir. Aquello tiene que ser contundente, expresivo, claro y convincente. Trasladado, además, con palabras armónicas y con realidad y vivencia. La elocuencia con espíritu de vida, es capaz de conmover y hacer reflexionar hasta al hombre más duro. “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal…” (Col. 4:6). Léase también 2 Corintios 10:4-5.

2). Poderoso en las Escrituras: El pueblo de Dios debe tener amplio dominio y conocimiento, no sólo de saber la doctrina ni los contenidos teológicos o históricos, sino en haberla vivido y experimentado en su propia vida. Tal es el caso de los profetas antiguos como Jeremías, Ezequiel, Oseas y otros, que sufrieron sobre sus mismos cuerpos el vituperio y aun la muerte. El poder de las Escrituras está en la coexistencia del Espíritu Santo con nosotros y en nosotros. Leamos: “…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos…” (Hch. 1:8).

3). Diligencia: La diligencia es un don divino. Siendo que Dios pone en nosotros el querer como el hacer, mediante el cual somos capaces de activar eficazmente al ejecutar algo. A esto se ha de aplicar prontitud, prisa, agilidad, esmero, responsabilidad, constancia, cuidado de la doctrina. Además de competencia en la acción. No caer en pereza, sino teniendo metas fijas y cumpliéndolas a tiempo. Leamos: “En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor…” (Ro. 12:11).

4). Denuedo: El denuedo es la energía, valor, lucha, ánimo pronto, brío e intrepidez. Es el vigor para lograr algo en especial, venciendo muchas dificultades. Sabiendo que toda dádiva y don perfecto desciende de lo alto y que el Espíritu que mora en nosotros es el que nos guía a toda justicia. Leamos: “…orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ella con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas; que con denuedo hable de él, como debo hablar” (Ef. 6:18-20).

Sólo el poder de Dios en nosotros, nos dará la competencia para conducirnos de manera natural, franca y espontánea, sin la búsqueda de vanaglorias humanas. Seguros también que en aquel día nos serán demandados los resultados de nuestra labor. Que Dios nos guarde y nos bendiga hasta el final de nuestra carrera. Amén y Amén.