Todos en algún momento nos vemos agradados al recibir un presente, ya que éste podría ser, teóricamente, el sentimiento para agradar a alguien. Quizás en una manifestación de amor, reciprocidad o gratitud, en la forma más pura, sincera y desinteresada. Se da como una sorpresa, con algún protocolo, en un envoltorio especial; en fin, todo lo que marque algo para agradar a quien lo recibe. Ahora, quiero enmarcar algunos detalles sobre el donante y sus intenciones. Y es allí, en donde lo que es tan agradable puede tornarse en sutil para conseguir algo, hasta con algún interés mezquino y mal intencionado.
En primer lugar, mi intención al dar algo debe de ser la de agradar y sólo agradar al agraciado. Y para ello, debo de regalar no lo que a mí me guste ni que envanezca mi presunción de grandeza con ostentación ni vanidad, tampoco pretendiendo lucirme ni que me sea devuelto algo, sino que más bien llene una necesidad o un gusto particular del que recibe, algo que le agrade; sin importar el precio, sea alto o bajo, y sin escatimar esfuerzo alguno.
Sin embargo, para llenar esta expectativa es vital conocer a fondo el gusto y la personalidad del receptor, saber mucho de él en su intimidad y proyecciones. De lo contrario, el regalo me agradará a mí, sin saber que tal vez el propósito de agradar no fue llenado. Lamentable pero cierto. Y es que el egoísmo y la mezquindad humana, basada en el materialismo y avaricia, nos llevan a la falsedad e hipocresía, engañándonos aun a nosotros mismos, quedando perdido y hasta despreciado nuestro presente. Sin conseguir el fin verdadero de entregar algo que agrade en su plenitud.
Luego de esta descripción y análisis, quiero remontarme al principio de todo, en donde Caín, al ofrecer un sacrificio o regalo a Dios, siendo que su corazón en lo profundo era malo, tuvo alrededor de este acto vacío, varias manifestaciones erróneas que Dios calificó. Y luego, el rechazo de aquello contaminado de amor propio y vanidad, más que de buena intención de agradar a su creador y Dios.
Leamos: “Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová (…) pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante. Entonces Jehová dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado y por qué ha decaído tu semblante? Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido? y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta…” (Gn. 4:3-7).
Vemos que Dios no puede ser engañado de ninguna manera. Y que ciertamente la ofrenda de Caín, a la vista, quizás era muy agradable a los ojos. Exuberantes hortalizas y verduras bien logradas, presentadas en un altar. Pero, ¿qué había en el corazón de aquel hombre? Pues una manifestación de vanidad y una autoestima enfermiza, tal vez imperceptible a su mismo ser. Sin embargo, Caín “por lo que llevaba adentro”, no agradó a Dios, leamos: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer. 17:9-10).
En este orden de ideas, quiero presentar a la iglesia actual y “moderna”, la cual tiene mucha liturgia, templos maravillosos, música dedicada, conciertos bien planificados, predicadores profesionales egresados de grandes universidades y seminarios teológicos, mucha exégesis bíblica, hermenéutica, apologética, escatología, etc. Además, adornados con algunas obras sociales de beneficencia. También con algunas manifestaciones como sanidades, misticismos, sueños astrales, desdoblamientos y pérdidas de la misma voluntad en escenarios públicos, evocaciones extrañas, etc.
Sin hacer pasar desapercibida la forma de “ordeñar” económicamente al pueblo, según ellos para ofrendar a Dios, siendo para los propios bolsillos de los “grandes líderes”, que hasta se auto nombran “apóstoles, doctores, maestros”; viviendo en opulencia y vanidad extrema, engañando y siendo engañados, para los cuales ya está preparado su juicio y condenación eterna. Leamos: “Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mt. 24:24).
En absoluto contraste veamos cómo Dios, en el verdadero amor, nos da el más feliz y extraordinario regalo. Y sin escatimar ningún esfuerzo se ofrece él mismo, en la manifestación humana de Jesucristo, para cubrir la necesidad más preciada que es la eternidad juntamente con él, en el cielo, leamos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). En esta gloriosa manifestación de amor, como regalo a todo aquel que cree en él, Dios también merece el mejor regalo de parte nuestra. Algo en amor que le agrade y que él apruebe; encontrar su complacencia en inteligencia y sabiduría.
Y dice la Escritura: “¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Mi. 6:6-8). Es en un corazón humilde y obediente, en el cual se complace Dios como nuestro mejor regalo.
Quiera Dios, amado hermano y lector, que en la comprensión de la más profunda voluntad divina, nuestro mejor regalo y ofrenda sea como el de Abel. Que tal vez, materialmente, no presenta mayor opulencia, pero sí en la diligencia de cuál es la voluntad de Dios. No en el afán de satisfacer nuestro ego o amor propio, sino el agradar sobre todo al que nos dio lo mejor de él. ¡Gracias bendito y único Dios verdadero! Ayúdanos a agradarte en una actitud humilde y obediente. Así sea. Amén y Amén.
