Abordar el tema de la humildad es tan incomprensible a la mente humana. Siendo
que fuimos concebidos bajo una herencia maldita y satánica de “la soberbia, la
arrogancia y la vanidad”. Esta herencia, indefectiblemente, la poseemos todos los
hombres, independientemente de la raza, color, edad y cultura. Los genes de este
engendro espiritual de maldad, forman parte de nuestra estructura y naturaleza adámica, dentro de un ser
reacondicionado a la egolatría. Este ser no escapa de pensar más que en sí mismo y así va viviendo, humillando y
aplastando inmisericordemente, a sus congéneres y aun confrontando al mismo Dios, para lograr sus más caros
anhelos de placer y auto complacencia.
El ser humano se convirtió desde allí, en la criatura más perversa de la naturaleza: mata para arrebatar,
poseer y alcanzar. Las bestias matan para comer o sobrevivir. El hombre lo hace, hasta por placer. Tristemente, nadie
en esta carne puede escapar de esta innata herencia. Leamos: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por
un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos
pecaron” (Ro. 5:12).
¿Y cuál es ese gran pecado de pecados?
Pues “la soberbia”, la cual como semilla espiritual de maldad, germinó exitosamente en el corazón de aquel
ser creado por Dios a su propia imagen y semejanza. Sin embargo, la resiembra de: “tú puedes ser como Dios”, se
traduce en una actitud, en adelante, de competir con su mismo creador. Al tratar egolátricamente de superar cualquier
expectativa existencialista. Y con esta concepción y determinación, se inicia una gran cascada de obras, acciones y
acontecimientos relacionados en “la desobediencia”.
En este espíritu, se revela ante cualquier ley o indicación que provenga de Dios o de cualquier autoridad
superior. Él busca su independencia y auto sustentación, guiado nada más y nada menos, por lo que su “mente
intelectual” logra entender, mediante sus deseos y metas materialistas. No hay límites para las ideas y pensamientos
de placer, los cuales son de continuo retroalimentados por Satanás mismo. Quien en esta actitud, se constituye en
amo y señor, no sólo de Adán, sino de toda la humanidad. Leamos: “…y el mundo entero está bajo el maligno” (1
Jn. 5:19).
Ante ojos ciegos, oídos sordos, mente y corazón cerrados y enclaustrados, definidos a vivir por sí y para sí
mismo, el género humano poseído bajo un engendro satánico, es echado de la presencia de Dios, el cual rompió toda
comunicación directa con él. El hombre ya no puede comprender el lenguaje divino. Y como consecuencia, vive como
errante sobre lo único que le queda: un mundo bajo maldición, una mente torcida, un alma adulterada y muerta. Y su
única fuente de contacto con su entorno quedó limitada, únicamente a sus sentidos materiales.
Satanás se encarga de alimentar y retroalimentar de continuo estos sentidos, convirtiendo a los hombres en
verdaderas bestias y marionetas de su circo privado. Aquí no hay salida ni esperanza alguna. Éramos presos en
cárceles espirituales, con proyección a la eternidad, de muerte. La profecía dice de Satanás: “¿Es éste aquel varón
que hacía temblar la tierra, que trastornaba los reinos; que puso al mundo como un desierto, que asoló sus
ciudades, que a sus presos nunca abrió la cárcel?” (Is. 14:16-17).
¿Pero, habrá una salida de esa prisión perversa?
¡Aleluya, Aleluya y Aleluya! El Dios eterno, mediante Cristo Jesús, ha hablado: “…muchas veces y de
muchas maneras…” (He. 1:1). Lo hizo mediante profetas, profecías, señales y otros; a lo cual nos resistimos. Hoy,
Dios restablece de nuevo un puente o sacerdocio perfecto, conforme el orden de Melquisedec, el cual es
eminentemente espiritual, mediante un plan de rescate divino para las almas cautivas. Pero: ¿cuál es el procedimiento
o mensaje? Es el mensaje de mensajes, la única salida y medicina para la enfermedad congénita del hombre: la
soberbia, la cual es neutralizada únicamente, mediante la humildad y el reconocimiento de la justa exaltación al único
que la merece, quien es nuestro eterno Dios.
Sin mucho argumentar, Cristo en su carne misma nos vino a enseñar que mediante la obediencia y exaltación
al Padre; la negación al yo (como primera persona); la aceptación del desprecio a mi naturaleza, renunciando al
mundo y sus vanidades, aceptemos este sensible y sencillo mensaje, que no es por ninguna obra humana, sino por fe
absoluta en la gracia divina.
No hay otra fórmula u otro camino ni extravío. Dice Jesús: “…Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie
viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6). En el lenguaje de la humildad, hay menos palabras y más acciones. Dentro
de la obediencia, hay menos argumentaciones y más inocencia, menos carne y más Espíritu. Pero advierto: esto es
imposible sin un engendramiento espiritual, el cual habrá de generar un nuevo nacimiento, no de acuerdo a los
conceptos mundanos, sino junto con ese nuevo nacimiento, la nueva siembra de principios divinos, los cuales Dios
dejó en las Escrituras, para discernirse y asimilarse espiritualmente.
La salida se ve tan fácil: ¿por fe, sólo así? Pues sí, sólo así. Esta idea es tan sin sentido para una humanidad
“pensante” y “sabia en su propia opinión”. Que pretende que por sus propias obras, basadas en filosofías o religiones
diversas, ganará el beneplácito de Dios. Por eso, el mismo pueblo judío se llenó de orgullo y “gran soberbia” con la
Torá en la mano y en la mente, no en el corazón; frente al mensaje vivo de Cristo lo menosprecian, hasta matar la
única fuente de salvación para la humanidad entera.
Sin embargo, Dios sigue considerando aún nuestra vieja naturaleza y hace seguir vivo el mensaje, para que
mediante la fe y la humildad, alcancemos la plenitud de Cristo y en Cristo; para con ello, juntamente la eternidad con
él. Iglesia, sigamos adelante. La humildad no es una alternativa, es el único camino al Padre. Amén y Amén.