Cuando nuestro Señor Jesucristo vino a esta tierra, hizo abundantes obras de amor y misericordia en favor de muchísimas personas, tales como: sanidades, liberaciones, abrió los ojos a los ciegos, alimentó a multitudes, perdonó pecados y numerosas obras más; mostrando su buena voluntad para con los hombres. Pero, luego de reflexionar en esto, sería correcto hacernos esta pregunta: ¿Y entonces por qué los hombres lo mataron?
Jesús siempre supo que sus palabras no serían agradables a los oídos de los hombres. Es más, expresó que por su mensaje, la gente lo iba a aborrecer. De tal manera que dijo: “No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas” (Jn. 7:7). En este pasaje podemos entender que el rechazo a la palabra de Dios se despierta cuando nuestras obras no son buenas.
Las Sagradas Escrituras nos refieren que, en una ocasión, luego de que el Señor hablara, diciendo que él era el pan que descendió del cielo, el maná verdadero, y que era necesario permanecer en él y ser participante de su vida, muchos murmuraron y se turbaron, leamos: “Al oírlas, muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?” (Jn 6:60).
Pero Jesús en su gran misericordia les reconviene, leamos: “Sabiendo Jesús en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo: “¿Esto os ofende? ¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero? El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar. Y dijo: Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Vs. 61-65).
Es aquí, en donde la palabra de Dios cumple una función preciosa al definir a los que creen de los que no creen. Al final de este pasaje encontramos: “Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (V. 66). Luego de esto, Jesús viendo lo que sucedía, les pregunta a los demás discípulos: «¿Quieren irse acaso ustedes también?» Pero vemos la humilde respuesta de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (V. 68).
Tratemos de imaginar a un líder religioso de nuestro tiempo, haciendo semejante pregunta luego de un evento similar. ¡Pareciera imposible! Esto, porque el propósito de muchos es llenar cupos dentro de las congregaciones y hacerlas más y más grandes cada vez; pero no de predicar la verdad de Cristo que transforma. Con esto no decimos que mientras más “golpeantes” sean las palabras, más “ungidas” estarán. Al contrario, el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo fue predicar y decir la verdad, pero por amor, con la finalidad de que los ojos de los hombres fueran abiertos. Y esa misericordia sigue hoy para nosotros.
Dios ha hablado muchas veces y de muchas maneras. En estos tiempos nos habla por Cristo, buscando que entendamos y reconozcamos la bajeza que vivimos en nuestra carne; y que sólo él nos puede sacar de allí. Leamos lo que dice la palabra: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Jn. 3:16)”. Dios nos sigue teniendo mucha paciencia, nos habla una y otra vez, esperando que el hombre se convierta de sus malos caminos y le busque como su Señor y Salvador; es decir, para obedecerle y honrarle.
¿Es dura entonces la palabra de Dios?
“¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra?” (Jer. 23:29). Vimos en los pasajes anteriores que el Señor Jesús dice que sus palabras son espíritu y son vida. De aquí podemos entender que la dureza que percibimos en la palabra, la ocasiona «la dureza de nuestro corazón». Dios nos da su valiosa palabra por amor. Es nuestro corazón el que opone resistencia y esa dureza necesita ser quebrantada. Y Dios quiere hacer esa obra maravillosa en la vida de cada uno de nosotros. Pero algunos, al oír la palabra, prefieren evadirla, cerrando sus oídos. Leamos: “…entre tanto que se dice: Si oyereis hoy su voz, No endurezcáis vuestros corazones” (He. 3:15).
La decisión, luego de escuchar la verdad de la palabra de Dios, es nuestra: ¿Tomaremos la actitud de los que, luego de ver las obras de Dios hechas por Jesús, se rehusaron a pedir el entendimiento de esas palabras que les hubieran dado vida? Como está escrito: “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira…” (Ro. 2:4-5).
¿O seguiremos el ejemplo de Pedro y los discípulos que permanecieron al lado del Señor, diciendo: “Señor, ¿a quién iremos? sólo tú tienes palabra de vida eterna”.
Y tú, ¿cómo recibes la palabra de Dios? Que el Señor nos ayude a recibir con mansedumbre y como niños, la palabra que nos es impartida para salvación. Que Dios les bendiga. Amén.