Creo que todos los hombres, indiferentemente de una cultura, estrato social o económico, sexo, edad y más, de continuo hemos sufrido embates de diferente magnitud, que se han convertido en verdaderos campos de batalla. En donde el más fuerte usualmente prevalece sobre el débil. El grande sobre el pequeño; el soberbio sobre el humilde. Y al final, cada uno de acuerdo a nuestras capacidades y dones, seremos «vencedores o vencidos». Claro, nadie quiere ser vencido. Por el contrario, aún hay mecanismos instintivos de sobrevivencia, que no siempre son suficientes para la victoria.
Es allí en donde necesitamos ser más diligentes en discernir las diferentes estrategias de la guerra. Considerando que la guerra que libramos durante nuestra estancia sobre la tierra es real. Y aunque no veamos a nuestro adversario o enemigo acérrimo, Satanás y sus demonios, no debemos de desestimar su poder y su grande compromiso de destruir al hombre. Siendo que Dios quiso dar al hombre la grande y real esperanza de eternidad, juntamente con él. Es tan grande el odio del maligno hacia esta creación divina, que no escatimó el mayor esfuerzo para querer destruir a Cristo. Tentándolo en el desierto, para cumplir sus más caros anhelos de estorbar y de acabar con todo el proyecto divino propuesto para el hombre.
Veamos lo medular de esta enseñanza. ¿Por qué el desierto es el lugar más estratégico para librar las batallas? Porque el que aprende a pelear en el desierto, que es el lugar más duro y lleno de desafíos y dificultades, será capaz de vencer en cualquier terreno por difícil que parezca. Analicemos ahora por qué somos llevados por Dios muchas veces al desierto. Es para ser enseñados, entrenados y confirmados, en cuanto a la sabia y oportuna aplicación de las verdades expresadas en la santa palabra de Dios.
¿Y qué es el desierto?
Podemos describir el desierto como el lugar de los extremos. En donde hay soledad, escasez, desorientación, ambiente de calor o frío al máximo, tormentas de arena, serpientes y bichos mortales, vientos, ruidos y murmullos extraños; sin lugares de refugio o resguardo. Es un lugar inhóspito, lúgubre, hostil; no hay rutas o caminos trazados y son las estrellas en lo alto, la única referencia de salida. Esta es la realidad material de un implacable desierto.
Quise ser muy descriptivo en cuanto a este lugar que muchos han atravesado. Pero aún mayor puede ser el impacto de «los momentos espirituales de angustia», de los crueles desiertos que vivimos muchas veces en el alma. Cuando perdemos toda esperanza de superarlo, no hay agua, alimento, consuelo ni salida. Se termina toda capacidad y recurso humano a la vista. Y al final se impregnan inmisericordemente las luchas en la mente, que sin la intervención de Dios, pueden llevar al fracaso fulminante y total. Lleno muchas veces de espejismos y oasis imaginarios, que crean más frustración y dolor.
¿Y, entonces, para qué es el desierto?
Dios es la sabiduría y la inteligencia misma; y tiene propósitos formativos para todos sus hijos desde siempre. Leamos: “Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos. Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no solo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre…” (Dt. 8:2-3).
¿Esta estrategia divina fue sólo para Israel?
Temo decirte que hoy más que nunca se confirma en nosotros la necesidad de ser formados y forjados en nuestra alma, en los diferentes desiertos de la vida. Cuando no encontramos salidas ni respuestas lógicas o congruentes con nuestros deseos y necesidades aparentes, aun realidades. Sin embargo, tomemos como punto de partida en esta maravillosa dispensación de la gracia, el ejemplo de Cristo. Él inició su carrera luego de su bautismo y tuvo un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, en donde fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo (léase Mateo 4:1-11).
Jesús, en su condición vulnerable de hombre, en las circunstancias del desierto ya descrito, en plena debilidad física, psíquica y mental, e intensas luchas, sufre toda la descarga de ofertas, vanas pasiones y altas concupiscencias. También glorias ofrecidas no por cualquier demonio, sino por el mismo Satanás. Allí se cumple el pasaje de Deuteronomio. Pues es en el desierto, en donde se sabrá realmente lo que hay en nuestro corazón. Jesús hombre venció, porque en su corazón prevalecía la palabra de Dios. Y fue su victoria el hacer prevalecer esa palabra sobre cualquier oferta o postulado satánico. Siempre en su firmeza y convicción: “Escrito está; escrito está y escrito está”. ¡Aleluya! Porque ¡escrito está!
Amados, la victoria de Cristo estuvo en la plena certeza de la veracidad, efectividad, poder, dominio y majestuosidad de la palabra dicha por Dios, mediante las Sagradas Escrituras. Y con pleno conocimiento y fe acerca de su efectividad, sobre cualquier potestad material y espiritual. Nosotros también, sin importar la más cruel circunstancia desértica de nuestra existencia y teniendo la más elocuente figura en nuestro Señor Jesús, ¡sigamos adelante! En plena convicción de fe, no mirando la imagen funesta de un desierto, sino siguiendo la huella del Maestro, quien venció. Y sabiendo nosotros también que: “en él somos más que vencedores”. Así sea. Amén y Amén.