Sin fe no hay temor

13 septiembre, 2015

«Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia» (Job 28:28).

La falta de temor a Dios en el hombre, lo lleva al abismo de la perdición y de la condenación.  La ausencia de fe es la principal causa de que el hombre no tema a Dios.  Es innegable el temor a Dios. La firme convicción de que Dios es el único que tiene el poder de juzgar la conducta del hombre en su vida terrenal. Que su palabra es infalible y verdadera. Que contiene todos y cada uno de los principios morales, espirituales y por qué no decirlo, también materiales, ya que la palabra de Dios ve al hombre como un ser integral: espíritu, alma y cuerpo. Por lo tanto, el contenido de la Biblia envuelve por completo todo el ser del hombre.  Lo ve como criatura hecha con las mismas manos del Dios altísimo. Lo ve como un ser espiritual, teniendo la capacidad de percibir y entender lo espiritual. Y lo ve como un alma, el verdadero individuo con sus respectivos defectos y virtudes. Expresión de sentimientos múltiples, únicos en el hombre, a diferencia del resto de criaturas que pueblan la tierra. La suma de todas estas convicciones produce en la conciencia del hombre el verdadero temor.  Es por eso que un día el Señor Jesús les dijo a sus discípulos: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar;  temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno» (Mt. 10:28).  Ese es Dios. El único que puede condenar y destruir, no sólo el cuerpo sino también el alma. El entender estas cosas da sabiduría al hombre y éste actúa con inteligencia ante el mal.

Dice un proverbio: «No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor» (Pr. 23:31-32).  Este pasaje describe de forma maravillosa y sencilla, el proceso de la seducción del pecado hasta producir la misma muerte.  El hombre ignorante que desconoce las “maquinaciones de Satanás”, el cual tienta a su víctima con propuestas halagüeñas, pero perversas y contra la ley de Dios o aun las leyes de los hombres.  Quizás empoderado por alguna posición relevante, sea de autoridad o económica, cree que puede hacer lo que él quiera y no le sucederá nada. Es como “ver rojear el vino”, es tentador,  agradable, y además estimulante. Si no hay temor de Dios ni sabiduría, caerá en la seductora propuesta y “entrará suavemente” en su corazón, la codicia de alcanzar ese algo que lo motivó.  Pasa el tiempo y disfruta de las mieles del poder y del placer.  Enajenado por esos valores terrenales, no cree ni repara en las consecuencias futuras, si fuere descubierta su maldad.  ¿Cuánto tiempo durará este disfrute de prestigio, glorias, pleitesías del círculo de instrumentos que el diablo usó para engañarlo y seducirlo? Él o esta persona dice dentro de sí: «Nadie me ve.  Tu sabiduría y tu misma ciencia te engañaron, y dijiste en tu corazón: Yo, y nadie más» (Is. 47:10).  

Esta es la arrogante y prepotente actitud del que no tiene al Dios vivo, que juzgará a los vivos y a los muertos.  Pero ¿qué sucede cuando “la serpiente muerde”, se descubre todo? Es muy tarde y la lluvia de consecuencias comienza a caer. Estas producen dolor, angustia, impotencia, desesperación, amargura, tristeza, frustración, odio, resentimiento, soledad, etc.  Y se cumplirá lo que dice la palabra del Dios vivo al hombre: «Vendrá, pues, sobre ti mal, cuyo nacimiento no sabrás; caerá sobre ti quebrantamiento, el cual no podrás remediar; y destrucción que no sepas vendrá de repente sobre ti» (v.11). Allí “es el lloro y el crujir de dientes”.  El alma del hombre es “reducida a mortal angustia”.  No cabe duda que sin fe no hay temor. Mis amados hermanos y amigos, huyan del pecado que mata, no sólo el cuerpo sino también el alma.  «No seas sabio en tu propia opinión, teme a Jehová, y apártate del mal…» (Pr. 3:7).  Deja que el Espíritu Santo de Dios, produzca en tu corazón esa firme y poderosa convicción en el Dios vivo y verdadero y en Jesucristo su hijo. El cual, mediante su sacrificio en la cruz, facilita la oportunidad que el hombre alcance el perdón de sus pecados. Transforma su vida convirtiéndolo en una nueva criatura, dispuesta para hacer buenas obras, las cuales Dios  ha preparado desde antes de la fundación del mundo, para que andemos en ellas.  «…temamos a Jehová nuestro Dios, para que nos vaya bien todos los días, y para que nos conserve la vida…» (Dt. 6:24).

Tenga mucho cuidado mi querido hermano y resista el mal. Reprenda el pecado y no se haga cómplice de las obras de las tinieblas.  Que la paz bendita de Jesucristo lo llene por completo.  Amén.