Gracias a Dios que nos envió a su hijo para rescatarnos de la condenación. Al principio de la creación, Eva siguió al engañador para comer del árbol; creyendo que al comer del fruto serían como Dios sabiendo el bien y el mal. Esa mentalidad persiste; Pablo nos advierte: “…evitando las profanas pláticas sobre cosas vanas, y los argumentos de la falsamente llamada ciencia, la cual profesando algunos, se desviaron de la fe…” (1Ti. 6:20-21). Leamos en otro pasaje: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor… Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Ro.8:15 y 17). Con estas promesas iniciamos el discipulado, llevando la palabra y el testimonio del nuevo nacimiento. Siguiendo al que murió y resucitó, entrando al camino, llevando la cruz cada día si perseveramos hasta el fin, recibiendo la corona de la vida. Al escudriñar las escrituras, si oímos y obedecemos la palabra nos da la fe que vence al mundo y sujeta nuestra carne que es débil.
Busquemos la fortaleza y el Espíritu para crecer. Eliú nos declara: “Porque él pagará al hombre según su obra, y le retribuirá conforme a su camino (Job 34:11). Salomón agrega: “La obra del justo es para vida, mas el fruto del impío es para pecado” (Pr. 10:16).
El Señor, al elegir a sus apóstoles dijo: “A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos” (Mt. 9:37). Y les advierte: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:16). Como respaldo dijo: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará…” (Jn. 14:12).
En la iglesia verdadera, somos separados por la clase de fruto que damos; leamos: “Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar buenos frutos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego” (Mt. 7:17-19). “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida Eterna (Gá. 6:7-8). Como iglesia somos enviados al mundo, a los gentiles, de donde si no tenemos temor ni amor a Dios podemos caer. Por ello el apóstol Pedro advierte sobre nuestra conducta. “…manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras (1P. 2:12). Recordemos abstenernos de los deseos carnales que batallan contra el alma. Pablo nos dice: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1Co. 10:12).
Dios a su pueblo lo motiva a cosas buenas que no son de nuestro ingenio. Recordemos que Pablo nos dice “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10). Con esto se entiende que Dios pone en nosotros el querer como el hacer, por ello la gloria es para Dios que nos usa como instrumentos. Por amor a Dios y al prójimo, en nuestras asambleas, en la carta a los Hebreos se lee: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras (He. 10:24). Dios envió a su hijo al mundo; realizó su ministerio para el pueblo escogido: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19).
Para la iglesia, el apóstol Pablo nos dice: “Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas…” (Ef. 5:11). Es tajante. Para cumplir esta demanda necesitamos ser llamados, escogidos y predestinados, para ser llenos del Espíritu Santo que es poder. ¿Cómo está la iglesia en este tiempo del fin?
Pidamos a Dios guardar la palabra y no negar el nombre del Señor. Leamos: “Yo conozco tus obras… Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra” (Ap. 3: 8y10). Busquemos la comunión, la unidad; para amar y hacer con fe la obra que Dios espera de su pueblo, de los escogidos. Amén.