El mundo está bajo el maligno, bajo una cultura terrenal que arrastra al que tiene dioses o se cree dios, que mata, roba y destruye. Dios habla de muchas maneras para sacarnos del engaño de la falsamente llamada ciencia, que hace bien pero paga mal; leamos: «Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados» (Ro. 8:17). Dios acude a nuestro clamor. Al encontrarnos perdidos en el mundo, Dios nos adopta, nos da un nuevo nacimiento, al morir al viejo hombre si creemos lo que está escrito, leamos: «La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma…» (Sal 19:7). Pasamos a ser nuevas criaturas, dispuestas a morir para servir a Dios como iglesia, donde Cristo es la cabeza, y nuevas criaturas estamos dispuestos a morir sirviendo a Dios, buscando la ayuda mutua, fortalecidos con la palabra y el Espíritu que tiene poder, amor y dominio propio. Buscando la comunión, la unidad que Dios nos da. Leamos: «…puestos los ojos en Jesús el autor y consumador de la fe…» (He. 12:2). En otro pasaje Dios nos manda: «Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios » (He. 13:16). Se hace el sacrificio al negarnos, muriendo al mundo, para ganar la vida eterna. Como dijo el apóstol Pablo: “…y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí…” (Gá. 2:20). Leamos otro pasaje: «…gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podemos sacar. …teniendo sustento y abrigo estemos contentos con esto. Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición…» (1Ti. 6:6-9).
Hay que morir: «El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará» (Jn. 12:25). Esto equivale a no afanarnos por lo material. Dios mostró su amor al mundo, enviando a su hijo a enseñarnos a morir, a mostrarnos lo que es amar y obedecer al Padre, negándose, muriendo en la cruz para justificarnos y mostrar el único camino al Padre.
Cuando Jesús fue bautizado, Dios declaró: «…Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt. 3:17). Declaró Jesús a sus discípulos: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él» (Jn. 14:21). Una de las manifestaciones fue el día de Pentecostés, al derramarse el Espíritu Santo, la comunicación en otras lenguas, y el poder en la prédica del apóstol Pedro, añadiéndose como tres mil personas a la iglesia, léase Hechos 2:41. Vale recordar la importancia de vivir la palabra en la familia, leamos: «…trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también. …te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio» (2Ti. 1: 5-7).
Una vez más tenemos la importancia de enseñar a otros la doctrina y sobre todo el testimonio de la nueva vida porque somos cartas abiertas. Leamos: «Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros. Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo. Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado» (2Ti. 2:2-4).
Dios quiere que en su iglesia haya fe, que esté preparada para la prueba. La última iglesia, afectada por las corrientes del mundo, es
Laodicea, la cual se cree fuerte, rica, que no tiene necesidad. Dios la califica como tibia le dice: «…Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico (…) y unge tus ojos con colirio, para que veas» (Ap. 3:18). A la iglesia de Filadelfia le dice: «Yo conozco tus obras (…) aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre. Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero…» (Ap. 3:8-10).
Dios ayúdanos a entender que estábamos muertos en delitos y pecados, y que Cristo vino a morir para darnos nueva vida y vida eterna. Amén.