“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres…” (Tit. 2:11). En su inmenso amor y bondad, Dios ha pensado siempre en el bien de su criatura: el hombre. Y no hay mejor forma de manifestar su amor que otorgando una oportunidad inmerecida, ante la naturaleza corrompida del hombre por el pecado. Esa valiosa oportunidad o regalo, se llama: «salvación». Y este don, sólo se puede obtener por medio de la gracia de Dios.
En este pasaje, el apóstol Pablo nos declara que: “la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres”, evidenciando que esto es una idea o un proyecto divino. Hecho realidad en el sacrificio de nuestro Señor Jesucristo, habiendo sido plasmado a través de sus obras, su vida, su muerte y su gloriosa resurrección. Y aunque la gracia es de alcance general para todos los hombres, su efecto únicamente será real, verdadero o eficaz, en quienes creen en Dios.
No somos salvos para que sigamos con nuestra forma de vida igual que antes de conocer la gracia del Señor. Leamos: “…enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente…” (V. 12). La gracia no sólo salva, sino que también nos enseña. La palabra griega para “enseñar” significa: «ayudar a alguien a crecer». Esto habla de una formación en el carácter e identidad como hijos de Dios en un nuevo reino. Siendo transformados por el Espíritu hasta alcanzar la estatura de la plenitud de Cristo.
En este proceso, la gracia nos enseña también a renunciar y decir “no” a todo aquello que es contrario a Dios: la impiedad, la falta de temor a Dios, los deseos mundanos, representados en la búsqueda de placer, poder, vanidad y soberbia. Y no sólo debo renunciar, sino también evitarlo. Viviendo de manera “sobria” (con dominio propio, templanza) en nuestra vida personal; “justa” (con rectitud hacia otros); y “piadosa” (con entusiasmo, fervor) en nuestra relación hacia Dios. Nuestra vida debe ser un testimonio de la obra de Cristo en mi corazón.
Durante nuestra estancia sobre este mundo, somos llamados a ser luz en medio de las tinieblas. Leamos: “…aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo…” (V. 13). Esto debe de ser una convicción en nosotros. La esperanza nos lleva a purificarnos, levantarnos, seguir trabajando, luchando, como si nuestro Señor viniera hoy. Cuando somos conscientes de la gracia, podemos ver a Cristo como nuestro gran Dios, nuestro Rey y Salvador.
Todo esto cambia y transforma nuestros planes, metas, prioridades y la forma de ver la vida. Leamos: “…quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (V. 14). Ser redimidos significa que hemos sido comprados de la esclavitud, por medio del pago de un rescate. El Señor nos libera del pecado. Nos da libertad y la oportunidad de una nueva vida para formar parte de un pueblo escogido y celoso de buenas obras.
No hacemos buenas obras para ser salvos. Sin embargo, al recibir la salvación, debemos buscar esas buenas obras con celo, con amor y con gratitud. No por ninguna presión externa de algo o de alguien, sino por la transformación interna de la gracia de Dios en nosotros. Leamos: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:1-2).
Como una evidencia de la transformación de Cristo en nuestra vida, el apóstol Pablo también nos dice lo siguiente: “Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón” (2 Co. 3:2-3). El mejor ejemplo de vida será mi testimonio visto por este mundo.
Durante más de cuarenta años de trayectoria de nuestra iglesia, la doctrina se ha mantenido con la palabra que se imparte, basada en los principios doctrinales de las Sagradas Escrituras. Damos gracias a Dios por lo que nos ha permitido ver y hacer. Siendo testigos del poder de Cristo, cuando vemos y escuchamos de vidas transformadas, hogares restaurados, liberaciones, sanidades, milagros y muchas obras de Dios, para beneficio de su pueblo.
El llamado del Señor Jesús sigue siendo el mismo: “…Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mt. 16:24-26).
¿Deseamos experimentar ese cambio de vida? ¿Anhelamos ser transformados por el poder de Cristo y su palabra? Atendamos al llamado del Señor. Vivamos para Cristo y encontraremos la plenitud de la gracia que ha sido preparada para nosotros. Leamos: “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:31-32).
El efecto de vivir bajo la gracia de Dios es despojarnos de todo lo pasado, esperando la promesa del Señor y teniendo una vida entregada, limpia y que muestre buenos frutos. Que Dios les bendiga. Amén.
