Porque el día que decidió Dios hacer al hombre, lo hizo a su imagen y semejanza. Esto habla de que en el hombre estarían plasmados los elementos constitutivos de su mismo Creador, de su naturaleza. Y esto es un verdadero misterio, ya que Dios es Espíritu, y el hombre, sólo en parte. Esto habla además, de una dimensión totalmente discrepante. Sin embargo, si hablamos de la esencia divina más sublime, nos referiremos al «amor», por el cual todo lo creado fue hecho e impregnado de ello en todo detalle y aplicación.

Esto habla de la más gloriosa expresión eterna, al ver las obras de sus manos, como la luna, el sol, las estrellas, las galaxias, las pléyades y la gloria del infinito; hasta los detalles más delicados como los seres unicelulares. También al ver la belleza de una flor, una hoja, una piedra preciosa o los animales, desde el más pequeño, hasta los gigantes monstruos marinos y terrestres. Así como las pinceladas de un amanecer o un atardecer.

Dios todo lo hizo maravilloso y por amor a sus criaturas; y en especial al «hombre», a quien le dio ese milagroso «soplo de vida», transmitiendo en esa ministración el don glorioso y eterno del amor y la vida. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Leamos: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, La luna y las estrellas que tú formaste, Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, Y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, Y lo coronaste de gloria y honra” (Sal. 8:3-5).

Todo esto nos hace pensar en el amor perfecto y sublime: “Ágape” (amor de Dios), que inicialmente estaba en el hombre y era parte de él, porque fue  recibido de parte de Dios. Y Dios mismo esperaba esa reciprocidad. Pero: ¿qué fue lo que realmente pasó? Al desobedecer el mandamiento divino, al oír la voz satánica, lo que el hombre principalmente perdió fue el “amor como naturaleza divina”, quedando únicamente vestigios rudimentarios y materializados.

Entonces, el amor a su creador lo canalizó del todo, al nuevo dios, llamado: “homo-sapiens”. El que es muy listo, el que, según él, es inteligente e independiente; todo lo analiza y razona a su favor. Por tanto, en él sólo hay exigencias y derechos; siendo incapaz de dar a nadie ni a Dios, sin obtener ganancia o algo a cambio.

Esto va de mal en peor y al final de la jornada de esta generación perversa, el amor ha dejado de ser, leamos: “…y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará” (Mt. 24:12). Cuando Jesús habla a sus discípulos de las señales del fin, allá en su enseñanza en el Monte de los Olivos, esta es como una profecía inequívoca de que ya no habrá más amor que el amor propio, en la manifestación más álgida de la abominación desoladora y el hombre de pecado.

Esto parece horrendo. Sin embargo, todas estas manifestaciones, desafortunadamente, no sólo se dan en el mundo secular. Es tan evidente que muchas veces dentro de las mismas congregaciones “cristianas”, existe falta de amor y hasta odio entre los profesantes. Esto habla de la ausencia de Dios y falta de unción del Espíritu Santo en la vida personal de muchos, los cuales oculta o solapadamente, tienen actitudes incongruentes con el amor de Dios.

Lo que se espera del convertido es que haya sido capaz de entender y experimentar el precioso amor divino. Y que reciba en una nueva naturaleza, el poder amar incondicionalmente. No sólo a los cercanos, lo cual es más fácil, sino a aquellos que inclusive, nos ultrajan como enemigos. Y en ese amor, esperar el reconocimiento de sus errores, para bien y para salvación; evidenciando con esto el perfecto amor en nosotros. Leamos: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21).

Dios, en su más grande manifestación de amor, es capaz de entregar lo más preciado, y estando en la condición de hombre, dio su vida misma, leamos: “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:7-8).

Por estas contundentes verdades, las responsabilidades y las demandas hacia nosotros los redimidos, son advertidas drástica y categóricamente por el apóstol Juan, al expresar lo siguiente: “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios. Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros” (1 Jn. 3:10-11).

Creo entonces, mi querido amigo y hermano, que el verdadero origen de mi amor no nace de mi naturaleza adámica, la cual es perversa y desamorada. Sino que yo, hoy amo a Dios, porque él me amó primero y me hizo nacer a nueva expectativa de amor conforme a su Espíritu, el cual es incomprensible en mi carne, pero real en mi nueva naturaleza.

Por tanto, concluyo con que: “el amor es fruto del amor”. Y si tú quieres ser amado, tienes que amar primero. Eso es estar y andar en Dios. Mientras tanto, sigamos adelante, dejando atrás toda obra que no provenga del amor. Así sea. Amén y Amén.