Creo que una de las metas más anheladas en el hombre que ha oído la voz de Dios y ha sido instruido y asistido por el Espíritu Santo, debería ser la lucha por alcanzar «la pureza» en su máxima expresión. En la esencia de su ser mismo, que es su alma. Pues luego de heredar en ella el pecado ancestral de Adán, fue y será indefectiblemente impura y contaminada, sin excepción de ninguna persona, leamos: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12).

Al hablar de la pureza del alma o del corazón, entiéndase un estado estrechamente ligado a la inocencia. Y esto habla de tener limpia aun, cualquier “intención”, porque Jesús dijo: “No es lo externo lo que daña o contamina al hombre, sino lo que brota de su interior”. La pureza es la cualidad de puro. Dicho en otras palabras, lo que no está mezclado con ninguna otra cosa y que no acepta bajo ninguna condición, excepción, restricción ni plazo, contaminación alguna. La pureza es firme y definida respecto a los valores, no sólo morales, sino también espirituales o todos aquellos relacionados con la voluntad de Dios, según su palabra y estatutos dictados.

Según el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, la pureza se alcanza y se manifiesta plenamente, mediante la «rectitud de la intención». Esto es tan profundo, ya que dicen las Escrituras: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio (…) Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5:21-22 y 27-28).

Al hablar de pureza estamos hablando metafóricamente del color “blanco puro”, sin mancha alguna. Y aunque esto pareciera utópico, recordemos que lo que es imposible para el hombre, mediante sus ideas o conceptos filosóficos y aun los religiosos, es posible para Dios. Pues mediante la obra sacrificial de Jesucristo en la cruz, él mismo se hizo pecado, llevando sobre sus hombros todo el peso de mi responsabilidad delante de Dios. Y al aceptarlo en mi corazón, por la fe en esa obra, mis pecados me son perdonados. Iniciando así una nueva vida, una nueva carrera; empezando desde cero. Leamos: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

Esta nueva criatura no es transformada mágicamente, sino que será el efecto de esa siembra de continuo de la palabra de Dios. Además de todos los procesos de descontaminación, mediante el oír y experimentar esa formación. Y entonces yo, como el barro en manos del alfarero, permito el moldeamiento voluntario en mi vida para adquirir esa limpia conciencia. Y recibo la libertad interna del alma y del espíritu, la cual viene al saber que estamos a cuentas con Dios y con nuestros semejantes. Leamos: “…teniendo esperanza en Dios, la cual ellos también abrigan, de que ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos. Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hch. 24:15-16).

Entonces, el conocimiento y la retroalimentación de todos aquellos valores espirituales irán desplazando paulatinamente de mi vida, toda impureza y malicia. Eliminando de mi conducta todo acto que, por aquella influencia adquirida en el mundo, afecta mi relación con Dios. Para ello, necesito salir también de todo contexto pecaminoso, a lo que la palabra nos enseña: “Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, Y no toquéis lo inmundo; Y yo os recibiré…” (2 Co. 6:17).

Una de las labores más gloriosas de nuestro Señor Jesucristo, es la forma en la que habla de su iglesia como la novia, la esposa pura, como la que él mismo se ha propuesto formar, leamos: “…así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef. 5:25-27).

Mi amado hermano y lector, nosotros somos parte de esa iglesia verdadera, a la cual Dios le ha prometido unas bodas maravillosas: “Las bodas del Cordero”. Sin embargo, el atavío o indumentaria predominante para este evento es la pureza; en donde no hay corrupción, malicia ni hipocresía, y nos dicen las Escrituras: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (Ap. 19:7-8).

Esto es la justicia de Cristo. Plasmando su mismo carácter sin mancha, que por la fe se implanta a todo aquel que le recibe como su Salvador personal. Son esas obras que ya estaban escritas o preconcebidas para nosotros de parte de Dios. Esto entonces, es por gracia o regalo. Y no por atributos personales ni obras muertas.

Preparémonos pues, para ese encuentro. Y vistámonos de pureza y amor para aquel día glorioso, en el cual le recibiremos en las nubes. Bendito y alabado sea nuestro Señor Jesucristo. Así sea. Amén y Amén.