La paz es una virtud no humana, sino el efecto de algo intrínseco. Esto viene como una dote divina sobre aquellos seres que, bajo un llamado y escogimiento divino, hemos recibido esa maravillosa partícula del Eterno Dios. Y que nos lleva a no confiar en nuestras propias fuerzas, sino en aquel que es el origen y la plenitud de todo lo creado.

Esto seguirá siendo un misterio para aquellos que buscan la paz en sus propias mentes, fuerzas, recursos y razonamientos, traducidos en arduas labores humanas. Teniendo como consecuencia, vidas llenas de afanes y con frustraciones que generan desequilibrios emocionales, físicos y espirituales. Estos a su vez, son trasladados al medio y a todo contexto de vida, generando fricciones, descontentos y competencias desleales.

Además, odios, resentimientos de persona a personas, luego a grupos sociales, hasta naciones y continentes. Y como consecuencia, guerras y conflictos mundiales incontrolables. Odio que genera más odio y esto es el motor satánico implantado por el sistema, ya que dice la Escritura: “Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno” (1 Jn. 5:19).

Si hablamos de paz en su mejor expresión, las Escrituras son muy claras en el sentido que hay muchas condiciones estrictas al respecto. Y de no haber una intervención divina, la expectativa de paz quedará parcial o totalmente anulada. Ya que, en primer lugar, es «la justicia como tal», la única iniciación en este sublime campo que corresponde a lo espiritual. Y cualquier otra imitación terminará en una utópica ironía o paz no perdurable. Ya que el pecado, la egolatría, la avaricia, la envidia, el odio, el deseo de poder, etc., están íntimamente ligados a la carne del hombre.

Y mientras piense como tal, todo proyecto de paz quedará absolutamente fracasado tarde o temprano, ya que luego siguen surgiendo otros egoístas ideales, que anulan toda esperanza de paz y unidad. Bíblicamente hay pasajes contundentes como: “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Is. 48:22). Además: “…produciré fruto de labios: Paz, paz al que está lejos y al cercano, dijo Jehová; y lo sanaré. Pero los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo. No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos” (Is. 57:19-21).

Entonces: ¿cuál es el primer paso para tener la paz genuina? El punto de partida es en el entendimiento de la verdadera justicia. Y ésta es, dar a Dios todo el mérito, honra y valor que le corresponde como el soberano, creador de todo lo existente; y rendirle culto en adoración genuina en espíritu y verdad. Reconociendo su autoridad mediante la obediencia plena y rectitud a lo establecido por él.

Aquí se abre un nuevo capítulo, el cual es entrar en amistad con él, mediante el reconocimiento de su grandeza y mis limitaciones como ser creado. Leamos: “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; Y por ello te vendrá bien. Toma ahora la ley de su boca, Y pon sus palabras en tu corazón. Si te volvieres al Omnipotente, serás edificado; Alejarás de tu tienda la aflicción…” (Job 22:21-23).

Deducimos de esto, que al entrar en esta bendita revelación se inicia un milagro de unidad espiritual con Dios, hasta la anhelada fusión de pensamientos, mediante la mente de Cristo en nosotros y la obra de sostén, asesoría, asistencia y plenitud del Espíritu Santo otorgado para nosotros, con nosotros y en nosotros. Esta unidad granítica con lo sublime, provocará cada día el poder personal para despojarnos de todo peso y del pecado. Y a mayor Espíritu, menos carne; siendo llevados a la muerte voluntaria de toda especie de pecado.

Estas obras en justicia, nos llevarán de continuo a comprender más y más la necesidad de alcanzar la «muestra ejemplar» dada por Dios mediante Jesucristo, en una vida con verdaderos propósitos de eternidad y como efecto tendremos una paz plena y duradera, leamos: “…hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo…” (Ef. 4:13).

Analicemos ahora que la obra del Dios de paz, pretende llegar a mí como individuo y a ti también como individuo. Entonces, aquí hay un misterio mediante el entendimiento de la unidad en ánimo de la paz: El Padre está en una unidad perfecta con el Hijo; el Padre y el Hijo, en perfecta comunión conmigo y contigo mediante la absolución de mi pecado, el cual ya fue juzgado y pagado.

Esta unidad también nos lleva a buscar a todos aquellos sedientos y hambrientos de justicia, los cuales al ser parte de más que un ideal, son parte de la certeza de una nueva vida que nos lleva con los creyentes en Jesucristo y su obra redentora a ser uno en él. Y en esa gloriosa hipérbole, alcanzar la unidad del Espíritu, leamos: “Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados, en una misma esperanza de vuestra vocación…” (Ef. 4:1-4).

Amado hermano, por hoy que nos quede muy claro, que la verdadera paz está íntimamente ligada a la unidad con Dios y nuestros hermanos y coherederos con Cristo. Que no hay excusa para la falta de armonía y perdón entre nosotros. Y si el Espíritu de Dios mora en nosotros, estamos presos, ligados, fundidos en esa unidad perfecta, que indefectiblemente nos llevará a la eternidad juntamente con Dios y los suyos.

Recuerda que la paz que está dentro de ti, te identifica con la unidad universal, para que todos juntos glorifiquemos al único y grande Dios. Y su nombre es: «Jehová de los ejércitos». Así sea. Amén y Amén.