“No está aquí, pues ha resucitado, como dijo…” (Mt. 28:6). Este tremendo acontecimiento histórico ocurrió hace más de dos mil años y marcó para siempre, aunque muchos lo quieran negar, el futuro de toda la humanidad. Es un testimonio elocuente de la noticia que diera un ángel enviado por Dios, para abrir la puerta (si así se le pudiera llamar, a una enorme piedra) imposible de ser removida por una sola persona debido a su enorme peso, y que protegía la entrada de la tumba que contenía el cuerpo del Señor Jesús, quien había muerto el día viernes anterior.
Luego, un día domingo por la mañana, bien temprano, dos mujeres creyentes, con la curiosidad de saber qué había pasado desde el día viernes que había muerto Jesús, y recordando sin lugar a dudas, la promesa que él les había hecho, que resucitaría al tercer día, fueron a la tumba. Y encontraron a un personaje celestial, sentado sobre la enorme piedra, y los guardias que custodiaban la tumba, ante semejante maravilla, yacían como muertos, desmayados a un lado.
Me provoca mucha emoción el imaginarme ese momento tan trascendental, histórica y espiritualmente hablando, que marcaba el inicio de una nueva era o dispensación para todos los hombres, vivos y muertos en esperanza. Sin lugar a dudas fue un momento único, sublime, extraordinario, maravilloso, que los mismos moradores celestiales estaban esperando. Era el cumplimiento de profecías que, muchos siglos atrás, el Padre Eterno había hecho al pueblo de Israel y a todas las naciones del mundo, y en ese preciso momento se estaba cumpliendo.
Debemos de comprender que para los discípulos no era nada fácil creer las palabras de Jesús, en cuanto a la resurrección. Ellos dudaban. Era algo imposible. ¿Vencer la muerte? ¿Levantarse de entre los muertos y volver a la vida? Era algo sobrenatural que nunca había sucedido. Bueno, después que llegaron las dos mujeres a la tumba, llegaron detrás de ellas corriendo dos discípulos, primero Juan y después Pedro. Y cuando entraron a la tumba no encontraron el cuerpo de Jesús. Y hasta ese momento creyeron en su resurrección, leamos: “Porque aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos” (Jn. 20:8-9).
Pero, fuera de la tumba quedó llorando María Magdalena, pues no sabía en dónde estaba el cuerpo del Señor Jesús. Ella todavía no creía que había resucitado. Y de repente, Cristo estaba frente a ella; y quiso tocarlo, pero él le dijo: “…No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (V. 17). Qué cosa más gloriosa. Ella era la primera persona que veía a Jesús resucitado. Y le encomienda que le diga semejante noticia a sus discípulos, que ya habían creído en su resurrección, pero no lo habían visto aún. Ella de inmediato fue a dar la noticia a los discípulos.
Con este portentoso milagro de su muerte y resurrección, el Señor estaba confirmando lo siguiente: 1). Su gloriosa victoria sobre Satanás y todas sus potestades, leamos: “…y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2:15). 2). Le estaba arrebatando a Satanás el imperio de la muerte, como lo dijo el profeta Oseas: “De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol; la compasión será escondida de mi vista” (Os. 13:14).
Y el Espíritu Santo inspira al apóstol Pablo, cuando dice: “Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Co. 15:54-55). 3). Se establece la nueva relación: Dios Padre con sus hijos hombres, por medio de la fe en Jesucristo, su Hijo y nuestro hermano mayor, leamos: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios…” (Jn. 1:12).
4). Se restablece el vínculo entre Dios y los hombres, que se rompió en el huerto del Edén, por el pecado de Adán y Eva. De nuevo él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, leamos: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5). ¡ALELUYA! Bendito sea nuestro buen Dios.
Ese mismo domingo por la noche, estando las puertas cerradas del lugar en donde se encontraban, porque tenían miedo de los judíos, se le presentó el Señor Jesús a diez de sus discípulos. Y ocho días después a Tomás, a quien recriminó su incredulidad. Y posteriormente, a más de quinientas personas, leamos: “…y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen” (1 Co. 15:5-6).
Mi amado hermano, Jesucristo vive y el poder de su victoria está vigente y tiene la capacidad de cobijar a todo aquel que crea en él, de todo corazón. Haz tuyo los beneficios de su magnífica victoria. Recibe la paz del perdón, el gozo de la libertad y aprópiate de la esperanza de la eternidad que hay en Cristo Jesús, Señor nuestro. Que Dios les bendiga. Amén y Amén.
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