“La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable. Amén” (Ef. 6:24). Se ha escrito tanto con respecto al amor único, inigualable y sublime, manifestado por nuestro Salvador Jesucristo. Gracias a ese amor, tenemos la oportunidad de ser libres del pecado y salvos de la condenación. Y para tal efecto, tuvo que pagar un precio altísimo, conocido por todos los que sabemos de la muerte de cruz que sufrió el Señor Jesús para alcanzar ese propósito.
Pero en esta oportunidad, quiero referirme a nuestra correspondencia a ese extraordinario amor de Dios para con los hombres. Ante semejante manifestación de amor de Dios por el hombre, ¿cómo le amamos nosotros a él? En este pasaje de la carta a los Efesios, el Espíritu Santo dice que debemos amarlo con: “amor inalterable”. Esto significa que debe de ser un sentimiento mucho más profundo de lo que podamos nosotros entender, humanamente, como amor. Condicionados por la naturaleza corruptible que nos rodea, el poder amar de manera «incorruptible», es decir «inmortal», suena casi un imposible.
No hablamos de un amor fugaz, espurio, humano, sino espiritual y eterno. La palabra «inalterable», habla de algo que no es modificable en su naturaleza original; es inmutable, permanente, estable, indestructible. Me gusta mucho este último sinónimo sobre nuestro amor a Cristo. Nuestro amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, está expuesto continuamente a ser afectado por Satanás, nuestro adversario. Y él tratará por todos los medios para que ese amor sea humano, superficial, temporal, etc. Es más, Dios mismo se encarga de probar nuestro amor a él, permitiendo las tentaciones y pruebas a nuestra vida, para definir nuestro corazón.
Pero cuando alguien ama con amor indestructible, sobrevivirá a todas las adversidades a las que sea expuesto, porque: “El agua de todos los mares no podría apagar el amor; tampoco los ríos podrían extinguirlo. Si alguien ofreciera todas sus riquezas a cambio del amor, burlas tan solo recibiría” (Cnt. 8:7 DHH). Esa calidad de amor, que Dios demanda a la iglesia, nos permite alcanzar la gracia de Dios sobre nosotros mismos. Más adelante explicaré esto de la gracia de Dios derramada.
Es importante comparar el enorme contraste que existe con el siguiente pasaje y el que estamos estudiando, leamos: “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene” (1 Co. 16:22). El que no amare a Cristo sea anatema. Esta palabra: anatema, significa maldito. Hay diferencia entre el pasaje inicial que promete, al que amare con amor inalterable, gracia derramada. Y vemos con espanto el comportamiento de la sociedad moderna, manifestando un rechazo descarado y violento contra Dios y su amado Hijo Jesucristo. Recordemos: el Señor viene.
Y aún más espantoso es el comportamiento de “la disque iglesia cristiana”, que admite con descaro el comportamiento antibíblico de sus miembros; tolerando conductas que contradicen la palabra de Dios y la doctrina de Jesucristo, como lo dice su palabra: “Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que solo piensan en lo terrenal” (Fil. 3:18-19).
Es fácil comprender que Dios castigará el desprecio de la humanidad ante el sacrificio de su Hijo Jesús. Pero qué significa: ¿La gracia sea con todos los que aman al Señor? Dijo el Señor Jesús a sus discípulos: “…El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 14:23). ¿Te parece poco, mi amado hermano, que tu cuerpo humano se convierta en morada del mismo Dios? Nos convertimos en templos del Dios Altísimo, el cual mora con nosotros y permanece en nosotros, si nosotros permanecemos en él.
Leamos también: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (V. 16). ¡Aleluya! Otra gracia derramada, el otro Consolador: «El Espíritu Santo de Dios» en nosotros para siempre. Ya no es una manifestación momentánea ni circunstancial, sino permanente. El Espíritu Santo está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. En otra oportunidad dijo el Señor Jesús: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (V. 27).
Bendita paz, que sólo Jesús puede derramar en el corazón del hombre; y esto, por el perdón de pecados que él otorga a todo aquel que se arrepiente y lo reconoce como su Salvador. Un alma sin paz, es un infierno interminable y una agonía permanente. Los hombres la buscan por todos los medios posibles y estarían dispuestos a pagar lo que fuera, con tal de obtenerla. Pero sólo Jesús la puede dar. El mundo da una paz totalmente diferente, es negociada o temporal, pero nunca como la que da Dios por medio de Jesucristo.
Sé que hay muchas más bondades de Dios, derramadas para con los que aman con amor inalterable a Jesús, pero menciono una más: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn. 8:36). Libertad, preciado tesoro que sólo puede entender a cabalidad, el que ha sido prisionero del diablo y ha sido libre del pecado por medio de nuestro Señor Jesucristo.
No permitas que Satanás estorbe o debilite tu amor por Dios y por su Hijo Jesucristo. No pierdas tu primer amor. Que Dios te bendiga y te fortalezca. Amén.
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