En un mundo tan convulsionado y materialista, como en el que nos movemos y
vivimos, los creyentes tenemos una lucha encarnizada contra todo lo que nos
esclaviza a lo material y pasajero, cuyo dueño y señor es el mismo Satanás. Su
poder persuasivo ha llevado a millones de creyentes a abandonar el camino de
la santidad y embarcarse en aventuras pecaminosas. Usando como arma principal la satisfacción de placeres,
poder, glorias, vanidades y deleites temporales. Haciéndole creer, el diablo, al ingenuo humano, que él ofrece lo
verdadero y permanente. Razón tenía el Espíritu de Dios, cuando advierte que no debemos “satisfacer los
deseos de la carne porque son contra el Espíritu de Dios” (Gálatas 5:16-17).
Entre más conscientes seamos de esta debilidad intrínseca en mi ser, más intensa debería de ser mi
búsqueda personal de Dios. Pues de la presencia de él en mi ser, dependerá mi permanencia y solidez de mi
vida espiritual. El hombre sin Dios es un simple mortal que se enfrentará a un monstruo espiritual llamado
Beelzebú o Satanás. Y no hay mortal que pueda contra él. Esta batalla sin cuartel la librará todo creyente que
quiera vivir piadosamente. Y esto, desde los días de Adán y Eva hasta el día de hoy. Nuestro enemigo no ha
cambiado, todo lo contrario, se ha perfeccionado.
La Biblia contiene las experiencias vividas por nuestros antepasados espirituales, de cómo ellos libraron
cruentas batallas. Tanto en la época de la ley mosaica como en la dispensación de la gracia. En ambos
gigantescos escenarios, los valientes que dependieron del Dios todopoderoso, el Padre eterno,
demostraron: “…que por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de
leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron
fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros” (He. 11:33-34).
Y todo mediante el poder y la dependencia de Dios, alcanzando sendas victorias contra sus adversarios.
La lista sería enorme, pero el denominador común sería el mismo. Los que vencieron clamaron al Dios eterno y
recibieron el oportuno socorro. Y los que fracasaron y fueron derrotados, se debió a que se alejaron de Dios y se
volvieron a inútiles ídolos. Y otros, volvieron su corazón al brazo de carne de los hombres poderosos de aquel
momento. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: “Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque
seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis” (Lc. 6:21).
Pero ¿hambre de qué? Mí querido hermano, pues hambre y sed del Dios vivo. ¿Cuándo diremos de
corazón?: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios, el alma mía.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿Cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios? Fueron mis
lágrimas mi pan de día y de noche…” (Sal. 42:1-3). Estas palabras del salmista David, describen
elocuentemente el ferviente anhelo que había en su corazón por Dios. No era un simple sentimiento, producto de
una emoción, sino la expresión de una alma hambrienta y necesitada urgentemente, del único que podía
satisfacer su necesidad material y espiritual, Dios el Padre. Y esta necesidad era producto de la continua batalla
desgastante contra sus adversarios, era el grito de su alma.
En esta interminable batalla contra el mal, “extendemos nuestras manos a ti oh Dios. Nuestra alma la
extendemos a ti como la tierra sedienta” (Salmos 143:6). Y también decimos: “Dios, Dios mío eres tú; De
madrugada te buscaré; Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, En tierra seca y árida donde no hay
aguas, Para ver tu poder y tu gloria, Así como te he mirado en el santuario” (Sal. 63:1-2). Decía el gran
profeta Isaías, otro enorme guerrero de Dios: “Con mi alma te he deseado en la noche, y en tanto que me
dure el espíritu dentro de mí, madrugaré a buscarte…” (Is. 26:9).
Pero ¿cuál es la diferencia entre estos grandes siervos de Dios y nosotros? Oh, mi querido hermano,
ellos libraron una verdadera batalla contra sus propios males y los de su pueblo. Eso los vuelve blancos del
ataque de Satanás. Mi amado hermano en Cristo, la iglesia moderna parece estar tan satisfecha de sus liturgias
y ceremonias organizadas para Dios. Y no toman en cuenta si Dios está agradado de dichos cultos, que están
envueltos de suntuosidad y mucho espiritualismo. Demostrado a través de la música moderna y mundana,
danzas, manifestaciones disque espirituales. Sermones elocuentes cargados de mucho contenido orientado
hacia la búsqueda del confort y molicie (modo de vivir demasiado cómodo y desganado), totalmente antagónico
al mensaje austero, humilde y motivador a la santidad, que el Señor Jesús enseñó.
En fin, una iglesia con nombre de que tiene vida pero está muerta. Y debo de reconocer con temor y
tristeza en mi corazón, que este mal puede estar manifestándose también en miembros de nuestra
congregación. Quienes animados por la poderosa influencia mundanal y satánica, van perdiendo la necesidad
del Dios vivo. Pues la ausencia de una verdadera guerra espiritual y personal, los encierra en un mundo de
idealismos espirituales, de aburrimiento y ocio. Utilizando su tiempo en verdaderas vanidades. Olvidando que de
quien debemos tener necesidad en esta tierra es del Dios vivo, leamos: “¿A quién tengo yo en los cielos sino
a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25).
Hermanos míos: “…desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que
por ella crezcáis para salvación…” (1 P. 2:2). De esta forma alcanzaremos las promesas hechas a sus
valientes discípulos, los que al igual que él, tomaron de la copa del Señor y no tuvieron miedo. Dice el
Señor: “Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás
como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan” (Is. 58:11). Firmes y
adelante valientes del Señor. La batalla truena y la victoria nos espera. Tengamos sed, pero de Dios y no del
mundo. Amén.