…y serás mudado en otro hombre

29 enero, 2019

El maravilloso y portentoso poder de nuestro Dios no tiene límites imaginables. Su eterno poder, dice la Biblia, se hace claramente visible mediante las cosas que vemos en este precioso y único planeta conocido por el ser hu­mano, en el cual se desarrolla la vida tal y como la conocemos todos nosotros. Lamentablemente no todos los hombres, criaturas de Dios, aceptan esta afirmación; sino que la rechazan y prefieren aceptar doctrinas científicas evolucionistas. De esta forma niegan e ignoran la presen­cia poderosa de la misericordia y bondad de Dios, y la glo­riosa esperanza de la vida eterna mediante la fe en su Hijo Jesucristo, el cual nos puede librar de la condenación que espera, inevitablemente, a todos los hombres que rechacen este sacrificio de amor y humildad de nuestro redentor Dios.

            “Dice el necio en su corazón: no hay Dios. Se han corrompido, e hicieron abominable maldad; no hay quien haga bien” (Sal. 53:1). Ponga atención al prin­cipio que encierra este versículo. Es tremendamente real. Consiste en que como consecuencia natural: todo pueblo, nación, familia o individuo, que ignora o simplemente no le da importancia a la voz de Dios -expresada por todos los medios que él, en su misericordia, y con el afán de darle a todos los hombres la oportunidad de ser salvos de esta per­versa generación y así escapar de la condenación eterna-, será víctima del poder corruptor de Satanás, pervirtiendo sus vidas y hundiéndolas en verdaderas mazmorras nau­seabundas, de pecado. No entienden y a pesar de que se hacen daño físico, psicológico y económico, no pueden liberarse de los poderosos tentáculos del diablo y here­dan esa maldición a sus generaciones que les seguirán.

El ignorar a Dios es aceptar la soberanía y el poder esclavizante de Satanás sobre la vida de aquel in­dividuo que rechaza al Creador. La palabra de Dios lo describe como una persona NECIA; equivalente a decir: “desprovisto de inteligencia o de sabiduría”. De acuerdo al diccionario de español, del latín: “nescius”, se traduce como: “ignorante, que desconoce lo que de­bería saber; que es una persona obstinada sin razón”.

La historia lo afirma, aquellos pueblos de­sarrollados sin la cobertura de la palabra de Dios, se han corrompido y desaparecido. Es indudable que el hom­bre sin Dios es un elemento poderoso en las manos de Satanás para corromper a todos los que le rodean. Hacen abominables maldades y pareciera que no les importara las consecuencias futuras de sus aberraciones diabóli­cas. Llegan al extremo de burlarse de la muerte y hasta se vuelven adoradores de la “santa muerte”. El fanatismo que produce la ignorancia de la palabra de Dios es irra­cional, inmoral y mortal en todas sus manifestaciones.

Continúa diciendo el pasaje bíblico: “Dios desde los cielos miró sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido que buscara a Dios” (V.2). Qué panorama más triste y desolador para nuestro Se­ñor. No había ningún entendido que buscara y reconociera al Dios Creador. Todos habían preferido el engaño del dia­blo y fueron en pos de él, dejando su estela de esclavitud, muerte y condenación. Sí -todos se habían vuelto atrás, a nadie le importaba el consejo Divino, y esto a pesar de las múltiples manifestaciones evidentes de Dios sobre ellos-. Leamos: “…todos se habían corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni aun uno” (V.3). Así dijo el Señor.

Arrepentíos y convertíos

Estas fueron las preciosas palabras que dijo el apóstol Pedro, a aquella multitud que se agolpaba a él, cuando tuvieron conciencia del mal que habían hecho contra Jesús el Cristo, el Hijo del Dios viviente, leamos: “Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida (…) Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes (…) Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presen­cia del Señor tiempos de refrigerio” (Hch. 3:14-19).

Los ojos de ellos fueron abiertos al entender el misterio que encerraba la vida y muerte de aquel hu­milde carpintero. Conocieron a un hombre, pero no pudieron reconocer el tremendo milagro que Dios operó en él, cuando el Espíritu Santo vino sobre él, después del bautismo en el Jordán. A su propia madre le costó aceptar lo que sucedió en su hijo Jesús. Fue tan contun­dente el cambio en él, que le tomó de sorpresa a ella y a sus hermanos, al grado que al principio no creían en él.

Mi querido hermano y amigo lector ¿será esto una experiencia que se repite en nosotros? ¿Hasta qué punto estamos siendo cobijados por el conocimiento de las Sagradas Escrituras, y ellas juntamente con el poder del Espíritu Santo, están obrando ese poderoso cambio en nuestra vida? ¿Han notado las personas que nos ro­dean en nuestro diario vivir, el cambio? ¿Y ese cambio es permanente o temporal? Dios le hizo una tremenda promesa, mediante el profeta Samuel, al recién elegido primer rey de Israel, Saul, y le dijo: “Entonces el Espíri­tu de Jehová vendrá sobre ti con poder, y profetizarás con ellos, y serás mudado en otro hombre” (1 S. 10:6).

¡Aleluya! “Serás mudado en otro hombre”, esa es la conversión. Dice el diccionario, que conversión sig­nifica: “Hacer que alguien se transforme en algo distinto de lo que era”. Hay dos palabras griegas que definen la conversión: Metabola = cambio de sentimiento; y Meta­noia = cambio de conducta. Esto es lo que experimenta­mos cuando por el poder de Dios somos MUDADOS EN OTRO HOMBRE. A esto se le llama en la palabra de Dios: nueva criatura, la cual es semejante a Jesús, el pro­totipo de los salvos. Que Dios produzca en cada uno de nosotros ese milagro Divino. Que Dios les bendiga. Amén.