“La sublimidad del amor”
Todo el mundo habla de amor, del amar y del ser amado. Sin embargo,
creo que el amor genuino y verdadero, no concuerda en nada con las
manifestaciones externas y aun, las sentimentales o emotivas. Ya que, aunque
espontáneas y agradables tal vez, son en su gran mayoría un manipuleo
intelectual y humano; inducido por intereses personales. De allí, que: el que dice
amar, pretende más bien, el llenar sus propios espacios y expectativas en su
angustia y soledad, hasta desesperanza; aun cuando se manifiesta como el que
ama o el que da. Pero muy dentro, oculta un terrible engendro pasionario de
egoísmo y maldad encubierta, el cual instintivamente, procurará siempre su
propia satisfacción.
Finalmente, termina siempre reclamando algo a favor. Extorsionando
sentimientos. Exigiendo recompensa. Y esto, aun en los valores más venerados
humanamente, como los de una madre. Verbigracia: “hijo ingrato, te tuve en mi
vientre nueve meses; mal agradecido; me estás matando; por tu culpa estoy
enferma; cuando muera te acordarás de mí…” Tal vez algún enamorado, que
amenaza aun con quitarse la vida, de no ser complacido. Hasta en caprichos e
injusticias, y con la coacción de: “si me quieres, compláceme; demuéstralo, de lo
contrario…; pero yo te amo muchísimo…” O el niño que acusa a sus padres: “es
que usted no me quiere; tal vez, ni siquiera soy su hijo…”
Este análisis parece cruel, frío y hasta malicioso. Sin embargo, en este
estudio, nuestro enfoque está basado en los principios doctrinales vertidos
fielmente en las Sagradas Escrituras. Y ellas nos remontan, desde el inicio de la
historia, con un único y soberano Dios, el cual concibió en su corazón toda la
creación y como corona, la vida. Vertida en un ser perfecto, hecho a su imagen y
semejanza. Habiéndole dado en su soplo, su esencia misma que es el “amor”,
siendo que: “…Dios es amor…” (1 Jn. 4:8).
Leamos, además: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra
imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree (…) Y creó Dios al
hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y
los bendijo…” (Gn. 1:26-28). ¿Entonces, qué es el amor? Es la fuerza, la
energía, el poder, la gloria, la soberanía, la misericordia, la compasión, el
equilibrio, la armonía, la bondad, la fidelidad, la gracia, la humildad, la
generosidad, la justicia, el honor, lo infinito, la paciencia, la longanimidad y toda
la energía existente. Intrínsecos, en un ser eterno; un único y solo Dios. A quien
sea toda gloria, honra y honor, por todos los siglos de los siglos.
Si pensamos entonces, que el hombre fue creado con el germen del amor,
¿qué fue lo que realmente sucedió, en ese cambio radical en ese nuevo ser?
Pues el mal, no estaba dentro del hombre. Este fue inyectado y contaminado de
otro espíritu externo, el del maligno. Y mediante engaño fue depositado en el
corazón del hombre. Siendo éste, aceptado y concebido como la aspiración a la
exaltación del yo. Y así nace “la egolatría”. Habiéndose amado y endiosado a sí
mismo. “Agradable oferta”, pero no reparó en que le provocaría la muerte, ya
advertida por el mismo Dios. Y esto era la separación de la única fuente del
amor sublime y verdadero.
Quedan entonces, sólo los conceptos y escombros del “amor de
subsistencia”, natural y animal e instintiva. Y dentro de ello, todo lo concerniente
al amor “eros”, o correspondiente a lo sexual. El amor “phileus”, que ubica los
valores de consanguinidad y afectos de hermandad. Pero nunca, el amor
sublime o “agape”, ya que éste vendrá como fruto en una nueva siembra, en un
nuevo nacimiento. En un cambio de naturaleza íntima y personal, por el mismo
Dios del universo propiciado por Jesucristo, “el postrer Adán”. Quien en la más
grande manifestación de amor, se convierte en la única recompensa viva,
sacrificial, perfecta y más sublime, que jamás nadie podrá entender. Leamos:
“Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8).
Ya concebida esta nueva naturaleza, mediante el Espíritu Santo que nos
diera nuestro Señor como herencia eterna, nuestras obras tendrán que
evidenciar las mismas obras que él vivió. Leamos: “De cierto, de cierto os
digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun
mayores hará, porque yo voy al Padre” (Jn. 14:12). ¿Y cuáles son esas
obras? Pues éstas son incomprensibles a la mente humana y egoísta, conforme
al mundo y su esquema de vida. Pero real para las nuevas criaturas, las cuales
evidencian que: “…las cosas viejas pasaron (…) todas son hechas nuevas
(en Cristo Jesús)” (2 Co. 5:17). Ahora empieza un nuevo reto, el cual es el
renuevo. Esto será imposible de llevar, ya que en principio, es la negación al yo.
Esta palabra es dura para la carne, leamos: “Entonces Jesús dijo a sus
discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, NIEGUESE A SÍ MISMO, y
tome su cruz, y sígame” (Mt. 16:24). Eso es nacer al “amor sublime”, el cual
sufrió y padeció en carne nuestro Señor. Y qué es eso, sino esto: “El amor es
sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no
se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no
guarda rencor; no se goza en la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo
lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja
de ser (…) Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres;
pero el mayor de ellos es el amor” (1 Co. 13:4-13).
Todo esto es imposible para la carne, pero no para Dios. Quien nos ha
devuelto mediante su Espíritu, la esperanza de aspirar a esa nueva vida. Y
alcanzar la meta para eternidad, que es la estatura y plenitud del ejemplo vivo,
Cristo Jesús, nuestro Señor y Salvador. Amado hermano, sigamos adelante a la
meta, al premio. Ya que si él pudo, también en él nosotros lo lograremos. Así
sea. Amén y amén.