Todo lo creado nace del poder de una inteligencia única en su género: “Elohim” el creador y todopoderoso. El Alfa y la Omega, el principio y el fin, leamos: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1:1). En esa creación perfecta Dios mismo aplica leyes y principios, los cuales de mantenerse, harán un equilibrio perfectamente armonioso. Asimismo el hombre bajo este tema y como criatura, le es demandada una forma de vida, la cual juntamente con la creación, le permitiría una sobrevivencia garantizada sobre este planeta y con proyección de eternidad. Entonces, todo marcharía en perfección y así fue.

Recordemos que el hombre es el único ser al cual Dios hizo a su imagen y semejanza. Y el atributo más excelso es: “el libre albedrío”, mediante la capacidad de la inteligencia y el raciocinio. ¡Esto es maravilloso! Un ser que siendo criatura pudiera elegir. ¿Riesgoso? Sí, pero en la mente de Dios, claro, con un propósito inteligente y es crear seres que luego de muchas pruebas, le acompañen el resto de la eternidad, feliz y voluntariamente. Todo marcha bien: la naturaleza, perfecta; los animales y plantas, obedientes y ubicados; los elementos, sujetos; los planetas, ordenados. Todo bajo leyes inherentes a su funcionamiento y naturaleza; así hubiera seguido por la eternidad.

La prueba empieza entonces, cuando el hombre decide, en “su libertad” y oyendo la voz de “otro dios”, romper, transgredir, torcer y pasar por alto, las leyes de “Elohim”, y a esto se le llama “pecado”. El hombre al romper el orden establecido provoca un caos, afectándose no sólo a sí mismo, sino a toda la creación, leamos: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella; sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvos…” (Ro. 8:22-24).

 

¿Cómo opera el pecado?

El pecado es el arma satánica más poderosa, ya que pone una verdadera barrera entre Dios y el hombre, entre la vida y la muerte, entre la verdad y la mentira, orillando al hombre a la soledad; tal vez enfrascado en el placer y la ilusión, pero sin duda rumbo a su destrucción total y muerte eterna: “…el alma que pecare, esa morirá” (Ez. 18:4).

Todos los hombres son criaturas de Dios, pero sólo los predestinados seremos hijos de él, leamos: “…según nos escogió en él antes de la fundación del mundo…” (Ef.1:4). ¿Y cuál es la diferencia práctica entre unos y otros? Pues “las criaturas” viven, gozan, disfrutan, destruyen, blasfeman sin conciencia ni culpa, aunque tal vez con algunos principios morales de convivencia, generados por la protección de la sociedad. Pero aún así, estos mismos son pasados por alto ante su instinto arcaico, gregario y animal, de gozar y sobrevivir. Para ellos el pecado no existe y sólo atenúan su conciencia con ritos y religiones, de acuerdo a su conveniencia y dictadas por el mismo Satanás. No así “los hijos”, quienes mediante la activación espiritual inducida por Dios mismo, crean una conciencia de que algo no está bien, que hay algo mejor y diferente. En este proceso es enviada “la palabra”, la cual mediante la revelación a sus siervos y profetas, llega hasta Jesucristo, quien es la manifestación viva del altísimo, y quien se encarga de hablarnos y ubicarnos dentro de las leyes divinas para establecer nuevos parámetros de existencia, los cuales nos han de encaminar a la eternidad misma “para llegar a ser uno en Dios”. Todo esto mediante la poderosa intervención del Espíritu Santo, leamos: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn. 16:8).

 

Sentimiento de culpa

Recordemos que una de las formas en la Biblia para definir a Satanás, es como “diablo” del griego -diábolos-, “el acusador”, leamos: “…porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche” (Ap.12:10). En este espíritu, la acusación ataca nuestra mente para crear sentimientos de culpa, basada en nuestro pecado mismo, pero sin ninguna posibilidad ni esperanza de salir avante. Esto más que oportunidad, provoca un espíritu de condenación al pensar: “estoy perdido; no sirvo para nada; nací para el infierno; nadie me ama; lo bueno no es para mí; otros son los buenos”. En esta condición entra la angustia y la aflicción que llevan a la “depresión”, estado en el cual ya nada tiene sentido y valor; y se pierde el espíritu de lucha.

La frustración lleva a estos seres hasta el suicidio espiritual y aun físico, aunque se esté rodeado de lo que se pretendía. El caso clásico de Judas, quien luego de actuar pecaminosamente y sin conciencia, al robar aun de las ofrendas, llegó en su avaricia a vender al mismo Maestro. No soportando con su culpa y en una profunda depresión, le quemaba en sus manos el dinero obtenido, y arrojándolo e inducido por el acusador, decide quitarse la vida. Condenando así también su alma.

 

¿Cómo vivir sin culpa?

El Señor dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados…” (Mt. 11:28). Y: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados…” (1 Jn. 1:9). Cristo mediante su sacrificio rompe la barrera del pecado, quitando la culpa que mata y destruye. Y el que permanece en él y en su palabra, vivirá para él en una plena libertad; libre de toda culpa y enfermiza acusación, alcanzado un corazón limpio, leamos: “Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Ap. 12:11). ¡Luchemos sin desmayar, limpiemos nuestra vida de todo peso y del pecado, siendo que una vida sin culpa va acompañada de la realización de la vida eterna! ¡A DIOS SEA LA GLORIA, ALELUYA, AMEN!