“¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras” (Jn. 14:10-11). Es imposible que un verdadero hijo de Dios pueda vivir, actuar y desarrollarse en este mundo, sin la presencia del Espíritu Santo en su vida. El mismo Señor Jesucristo reconoció que no actuaba por cuenta propia. Que las obras que él hacía no eran el producto de su capacidad ni inteligencia humana, sino de un poder espiritual superior. Ese poder que sólo lo reciben los hijos de Dios, para que al trabajar en beneficio del reino, esas obras lleven vida y bendición.

Por ello, leamos lo que dice la promesa acerca del CONSOLADOR, que es el Espíritu: Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros (…) El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Vs. 15-17 y 21). Nuestra naturaleza humana no nos permite amar ni obedecer al Señor para guardar sus mandamientos. Es necesaria la presencia de una unción que descienda de lo alto, para que podamos agradar a Dios.

            A la iglesia dijo el Señor: “…seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:32-33). Ante las pruebas, será necesario tener el Espíritu de Dios en nuestras vidas. Las aflicciones hacen decaer el ánimo del hombre, pero la fuerza y el poder del Espíritu, nos hacen continuar nuestro camino en este mundo, experimentando paz y la confianza de que nuestro Señor ya venció y él está de nuestro lado. Tenemos el ejemplo de Esteban, un varón lleno de fe, quien dijo a los hombres que iban a apedrearle: “…recibisteis la ley por disposición de ángeles, y no la guardasteis. Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria  de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios (…) Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon (…) Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió” (Hch. 7:53-60).

Permaneciendo en el Señor

“Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Jn. 3:24). El Señor Jesús, después de ser bautizado recibió la unción del Espíritu Santo para cumplir su ministerio. Así, cada miembro de la iglesia, si se arrepiente, se humilla y se bautiza. Porque es necesario para poder servir, tener buen testimonio y ser lleno del Espíritu de Dios, pues él dijo: “Sin mi nada podéis hacer”. Leamos: “…el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho (…) Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn. 15:5-10).

El Señor dijo a los judíos que habían creído en él: “…Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:31-32). Con la palabra se conoce la verdad. Y creceremos más al escudriñar las Escrituras, como nuestro pan de cada día.

Cuando Dios estableció los mandamientos para su pueblo Israel, les dijo: “…porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso (…) y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos” (Ex. 20:5-6). Sobre el valor y la importancia de los mandamientos, nos dice la palabra: “Hijo mío, guarda mis razones, y atesora contigo mis mandamientos. Guarda mis mandamientos y vivirás, y mi ley como las niñas de tus ojos. Lígalos a tus dedos; escríbelos en la tabla de tu corazón” (Pr. 7:1-3).

¿Estamos haciendo la voluntad de Dios? ¿Enseñamos a nuestros hijos el amor a Dios y el amor al prójimo? Dios nos dice: “…guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos” (Dt. 4:9).  La experiencia del Espíritu Santo es personal. Nuestra labor es preparar y llevar a nuestros hijos a buscar ese encuentro con Dios, el cual nos cambia la forma de ver la vida. Todo esto nos compromete a trabajar en el alma de los que tenemos en casa, buscando la guianza del Espíritu Santo. Que Dios les bendiga. Amén.