En el mundo se da una pelea espiritual, donde el maligno busca engañar para matar, robar y destruir la obra de Dios, siendo su principal objetivo el hombre, la corona de la creación; al grado que hoy, todo el mundo está bajo el maligno. Para la salvación, Dios buscó al pueblo de Israel. Cuando estuvieron en Egipto se apartaron de Dios, dando más importancia a las pasiones y placeres. Se separaron de su Creador y pasaron a ser esclavos. Pero cuando clamaron en su angustia, Dios envió a Moisés, quien los sacó con el poder de lo alto, abrió el mar y les prometió llevarlos a la tierra que fluye leche y miel.

Estuvieron en el desierto cuarenta años, con el fin de formar conciencia para que se arrepintieran y valoraran el amor de Dios y su poder. Esta gracia y entendimiento, la recibieron los jóvenes que oyeron la palabra de Dios, que no cambia ni cambiará, leamos: “Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, Ni estuvo en camino de pecadores, Ni en silla de escarnecedores se ha sentado; Sino que en la ley de Jehová está su delicia (…) Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, Que da su fruto en su tiempo, Y su hoja no cae; Y todo lo que hace, prosperará” (Sal. 1:1-3).

Lo que vivió Israel es un ejemplo para nosotros, la iglesia que Dios fundó, por el menosprecio que Jesucristo, su Hijo, recibió en Israel, leamos: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios…” (Jn. 1:11-12). Así como fue probado Israel, Dios prueba a su iglesia en fe y en amor, y nos habla: “El que dice que está en luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo” (1 Jn. 2:9-10).

         El Señor dice que somos sus discípulos, si nos amamos unos a otros. El mayor amor se da cuando ponemos la vida por nuestros hermanos, como Cristo lo hizo en el Gólgota. Para ello debemos atender el llamado del Señor Jesús a sus discípulos: “…Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mt. 16:24-26).

La fe para la vida eterna: “Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente…” (Jn. 11:26). Si Dios está en nosotros, tenemos la promesa de fructificar para la gloria de Dios. De modo que al caer a tierra y morir, Dios nos hace fructificar por el Espíritu que nos ha dado, como testimonio que él está en nosotros y nosotros en él. Estos resultados se dan al humillarnos de corazón, clamando por perdón para vivir la palabra, bautizándonos y obteniendo el nuevo nacimiento y la unción del Espíritu Santo. Sabiendo que con el Espíritu morimos a nuestra carne: “Todo aquel  que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Jn. 3:6).

         Conocemos a Dios por oír su palabra con temor, en nuestras reuniones congregacionales, más la investigación doctrinal que hacemos en casa. Donde nos reunimos como familia para corregir e instruir en justicia, a fin de que podamos prepararnos para la pelea espiritual. Debemos hacer la voluntad de nuestro Dios, llevando las buenas nuevas y dando testimonio de la verdad que nos dio libertad, sin olvidar a los hijos y nietos como hicieron con el joven Timoteo.

La comunión y la comunicación deben ser en primer lugar, con nuestro Padre: “…despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (He. 12:1-2). Recordando su palabra que nos dice cada día: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí. Esto, si somos justificados por la sangre de Cristo. Y no nos conformemos a este siglo, sino transformemos nuestro entendimiento, para esperar al Señor que, de acuerdo a su palabra, pronto vendrá.

Recordemos la época de Noé, donde se casaban y se daban en casamiento, máxime hoy que la ciencia aumenta como fue profetizado. El amor al prójimo se está enfriando por los afanes del mundo, que busca satisfacer los deleites y placeres para atenuar las angustias y aflicciones que se dan, al ignorar las promesas de Dios para su iglesia. Pero Dios nos dice: Mi paz os dejo, mi paz os doy; no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo. Para los que estamos en Cristo, nuestro temor es fallarle al que nos amó y murió para darnos la nueva vida y la vida eterna; para que en él seamos esas ovejas que esperan el llamado: venid benditos de mi Padre, porque hiciste lo que necesitaron mis hermanos más pequeños.

Gracias Señor por tu doctrina y por tus mandamientos que nos mueven a amarte como nuestro Dios y amar a nuestro prójimo. Esto haremos con fe en tu palabra, para no amar al mundo ni las cosas que están en el mundo. Porque el mundo pasa y sus deseos, pero el que hace tu voluntad, vive y permanece para siempre. Permanezcamos en él, para que él permanezca en nosotros. Amén.