En el horizonte imaginario del tiempo ¿cuánto medirá la vida de un ser humano? Es tan insignificante y pequeña que, si existiera un calibrador para medirla, sería tan minúscula que entraría en la lectura nanométrica, o sea, a una escala menor que un micrón. En términos más simples, diríamos que: “es una micra”. Podríamos asegurar que la vida casi es una ilusión o como un pensamiento. La palabra de Dios, hablando sobre la brevedad de la vida, la describe de varias formas, leamos: “Recuerda cuán breve es mi tiempo…” (Sal. 89:47). Esta es la súplica de una criatura al creador del universo. Además: “…Acabamos nuestros años como un pensamiento” (Sal. 90:9).

Haciendo alusión a lo fugaz y efímero que es la vida del hombre sobre la tierra, dice: “Acuérdate que mi vida es un soplo (…) Mis días han sido más ligeros que un correo (…) Pasaron cual naves veloces (…) Como el águila que se arroja sobre la presa” (Job 7:7 y 9:25-26). En cada una de estas formas de describir la vida, notamos lo efímero y veloz con que pasa el tiempo de nuestros días sobre la tierra. Y en algunos es más fugaz que en otros, pues viven menos años.

Ahora, la comprensión de esta característica de la vida no le resta importancia al valor intrínseco que ella contiene, todo lo contrario, el saber que mis días o años son tan fugaces debe de llevarme a una verdadera ocupación sabia y prudente de mi tiempo, pues la pérdida del mismo implica un sangrado de vida. Dice Moisés al Señor: “Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Sal. 90:12). Sí, sabiduría para ocupar el tiempo de nuestra vida.

Lo que yo hago en el desarrollo de mi existencia física tiene repercusiones en la otra vida. Pero los hombres que no tienen a Dios no comprenden este misterio y Satanás, el enemigo del alma del hombre, se aprovecha de esta ignorancia para hacer divagar el alma y la vida del hombre mientras éste vive. Lo convierte en un vagabundo filósofo, haciéndolo experimentar un verdadero espejismo lleno de placeres y diversiones, atrapando de esta forma la preciosa vida del ser humano. Por eso, la súplica del salmista David al Señor: “Hazme saber, Jehová, mi fin, y cuánta sea la medida de mis días; sepa yo cuán frágil soy. He aquí, diste a mis días término corto, y mi edad es como nada delante de ti; ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive. Ciertamente como una sombra es el hombre; ciertamente en vano se afana; amontona riquezas, y no sabe quién las recogerá” (Sal. 39:4-6).

 

 

 

Extranjeros y Peregrinos

Las Sagradas Escrituras describen a los creyentes, a lo largo de todos los tiempos, como: forasteros y advenedizos. Sencillamente no somos de este mundo. Nuestros principios y razones de vida son totalmente diferentes a las motivaciones que tiene el incrédulo. Buscamos lo que no pertenece a esta vida ni a este siglo. Buscamos las riquezas, pero no las terrenales sino las espirituales. Por eso, el Señor Jesús dijo tajantemente: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn. 17:16). Cuando Jesucristo viene a nuestra vida, la meta que motiva el alma y nuestro diario vivir, se vuelve diametralmente opuesto al resto del mundo.

Entendamos como motivación de vida, aquella chispa que enciende todas las intenciones que me impulsan a actuar y vivir por aquel objetivo que me indica el Espíritu Santo de Dios. Mi visión de vida deja de ser material y humana, para convertirse en una poderosa fuerza espiritual que me lleva, «aunque algunas veces mi carne no quiera», a hacer y a buscar las cosas que pertenecen a la vida eterna.

Buscamos con anhelo la “ciudad celestial” que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Buscamos otra patria y otra ciudadanía, la cual es celestial. El creyente vive durante su peregrinación sobre esta tierra, en una continua vida de temor y reverencia hacia Dios. Se conduce de manera Santa y humilde aplicando en su propia vida, los principios que Jesucristo vivió; lo ponemos como nuestro ejemplo máximo a imitar.

Por medio de Jesucristo somos constituidos hijos de Dios. Por lo tanto, nos convertimos en habitantes de la patria celestial, pues, así como es el celestial tales los celestiales. Nos sentimos unidos por vínculos sentimentales a aquella ciudad que nunca hemos visto, pero que por fe la consideramos nuestra, de tal manera que somos ciudadanos del cielo (léase Filipenses 3:20).

Por lo tanto, mi amado hermano, no nos sorprendamos que por causa de la firme convicción y fe en las promesas de nuestro buen Dios y Salvador Jesús, seamos vituperados, escarnecidos y ofendidos por aquellos que no nos entienden. Esto lo vivió y lo advirtió el Señor Jesús que pasaría, con todo aquel que recibiera su palabra, diciendo: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn. 17:14).

Por lo tanto, si su tesoro está en el cielo, no se afane por los asuntos terrenales tales como: qué beber, qué vestir o qué comer, mejor busque primero el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas serán añadidas. Que Dios abra nuestros ojos y oídos. Que el Señor les bendiga. Amén.