Adán fue creado individualmente a imagen y semejanza de Dios. Pero luego, de acuerdo a conveniencias y sus demandas, fue considerado un concepto más amplio en la sabiduría del creador. Así que surge algo sublime y perfecto, y nace: “la familia”, en la cual se involucra a un hombre y a una mujer, y como bendición, la procreación de los hijos. Estos, entonces, unidos y con la bendición del altísimo, fueron el “primer matrimonio”: “…varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra…” (Gn. 1:27-28). En la confirmación y bendición hay un hecho contundente: «no puede haber procreación entre miembros de un solo género» y que la genética de herencia sería compartida entre cromosomas, como aporte de pareja. En ello hay inteligencia. Queda entonces claro, que la idea de la familia es divina, de una inteligencia superior y no humana: “Reconoced que Jehová es Dios; él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos…” (Sal. 100:3).

Principios que rigen un hogar cristiano, basados en la Biblia

Los valores cristianos dentro del hogar o la familia, deben estar fundamentados mediante nuestra fe en el Dios eterno, en su Hijo Jesucristo, y en la Biblia, como la revelación divina, en la cual quedan plasmados, para bien de la generación humana, los valores en cuanto a nuestra interrelación con Dios y nuestros semejantes. Quedando el prójimo, en este caso los más cercanos, la familia, como el grupo más íntimo.

Es indispensable entonces, conocer primera, profunda y exhaustivamente, «La Biblia» ya que en ella está el acierto para nuestra vida aquí, mientras existamos y con una proyección con fines de eternidad: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Ti. 3:16-17). “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Os. 4:6).

Desde los anales de la historia de “los hijos de Dios” en Israel, el principio de enseñanza dentro de la familia, de las Sagradas Escrituras, fue por consejo y mandamiento divino: “Estos, pues, son los mandamientos, estatutos y decretos que Jehová vuestro Dios mandó que os enseñase, para que los pongáis por obra (…) y sus mandamientos que yo te mando, tú, tu hijo, y el hijo de tu hijo, todos los días de tu vida (…) Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes (…) y las escribirás en los postes de tu casa, y en las puertas (…) cuídate de no olvidarte de Jehová, que te sacó de la tierra de Egipto…” (Dt. 6:1-25).        

Familias guiadas al nuevo nacimiento

Cuando la relación matrimonial es envuelta con la presencia del Espíritu Santo de Dios, no cabe la menor duda que las cosas caminarán muy bien, teniendo la bendición de Dios en todo lo que dentro de ese hogar se desarrolle.

Cuando Cristo controla el matrimonio nace, indudablemente, LA FAMILIA, vienen los hijos en un entorno de armonía, paz, gozo, amor, ternura, protección, disciplina, corrección, etc. Esto quiere decir que pueden existir matrimonios que nunca llegan a ser familia, según la voluntad de Dios. La convivencia se convierte en verdaderos campos de batalla, en donde se mueve la ira, la soberbia, el insulto, el desprecio, la infidelidad, el desorden, el odio, la guerra y no la paz. Los hijos crecen con amarguras en contra de sus padres y resentimientos que los acompañarán por el resto de sus vidas. Muchos de ellos sólo esperan llegar a cierta edad de madurez para independizarse y largarse de ese entorno que sólo propicia en sus vidas, amargura y tristeza.

La voluntad de Dios es que la familia esté perfectamente unida. Ese es su plan. Que los padres sean capaces de convertirse en verdaderos educadores de sus hijos, de tal manera que los instruyan en los caminos de la fe en Dios: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Pr. 22:5-6). La meta de todo padre, creyente y convertido, debe de ser que sus hijos lleguen al «nuevo nacimiento». Pero con mucha tristeza tenemos que reconocer que el principal fracaso del cristianismo moderno es la incapacidad de los hogares cristianos de extender, en sus generaciones subsiguientes, la fe y el amor a Jesucristo y su reino.

Liderazgo del padre en la familia

El padre de familia debe tener la capacidad para mandar y dirigir bien. De ello depende que todos los demás se sujeten de buena voluntad, leamos: “Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten” (Col. 3:18-21).

Note en estos versículos, la armonía que debería existir entre esposa, esposo e hijos. Cuando hay voz de mando (buen mando), no hay necesidad de gritos ni de ser machista ni de palabras ásperas, sino todo lo contrario: hay comprensión, unidad, armonía, paz y un hogar en donde reina Dios. Pero cuando la mujer quiere mandar a su marido, se pierde todo lo anteriormente descrito, creando anarquía. Y donde hay anarquía, ahí está “metido” Satanás.

Cuando en un hogar se pierde el respeto a la autoridad, la mujer hará lo que quiera y también los hijos. Luego, vendrá la desintegración de la familia. Es como un barco en el mar sin capitán, va rumbo al desastre. Los hijos que sufren las consecuencias de una mala dirección, se vuelven víctimas de: pandillas, abusos, maltratos, violaciones, embarazos no deseados, etc. Los padres, cada uno por su lado, terminan viviendo en una relación de adulterio y siendo presos de los vicios del pecado. Se cumple entonces la palabra de Dios que dice: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia…” (Jn. 10:10).

Amados hermanos, esperamos que con este apoyo doctrinal y guiados por el Espíritu de Cristo en cada familia, alcancemos nuestras metas en el cumplimiento de la bendita voluntad de nuestro Dios, a quien sea toda gloria y alabanza. Así sea. Amén y Amén.