Una de las actitudes frecuentes del ser humano ante las adversidades que puedan venir a su vida, las cuales pueden ser de diversa índole: materiales, físicas, espirituales, etc., es tomar una actitud de victimizarse. Pretendiendo ignorar, voluntaria o involuntariamente, que existen leyes inquebrantables, establecidas por nuestro creador, creamos en él o no. Y se cumplirán queramos o no, en todo ser humano y en toda su creación. Las leyes establecidas por Dios son permanentes y perfectas. Una de ellas es: “no hay causa sin su respectivo efecto”.

Podríamos decir también: “todo lo que sembramos, eso cosechamos”. Leamos: “¿Rugirá el león en la selva sin haber presa? ¿Dará el leoncillo su rugido desde su guarida, si no apresare? ¿Caerá el ave en lazo sobre la tierra, sin haber cazador? ¿Se levantará el lazo de la tierra, si no ha atrapado algo? ¿Se tocará la trompeta en la ciudad, y no se alborotará el pueblo? ¿Habrá algún mal en la ciudad, el cual Jehová no haya hecho?” (Am. 3:4-6). En este pasaje Dios le explica a Israel, a través del profeta Amós, que ningún juicio de Dios vendrá a ellos sin que exista una razón o causa de por medio.

Si observa mi querido hermano, los ejemplos que Dios les pone son de origen material y natural. Mostrándoles de forma práctica y sencilla, que así como en la naturaleza existe el cumplimiento de esa ley “causa y efecto”, también se cumplirá en todos los ámbitos de la vida humana y en su relación con Dios. Observe que dice: ¿Habrá algún mal en la ciudad, el cual Jehová no haya hecho? ¿Qué quiere decir esto? Pues que Dios no actuará alocadamente, derramando algún mal sobre la ciudad o persona individual sin que exista una causa.

A pesar de que la misma lógica humana y los ejemplos de la naturaleza nos los enseñan, qué difícil es que el hombre los comprenda. Y poseído por esa ignorancia, actúa de manera irresponsable. Haciendo cosas que, aplicando el principio “causa y efecto”, le acarrean problemas serios a corto o largo plazo. Y a pesar de eso, los termina haciendo. Ahora, esto suena lógico en una persona que no tiene conocimiento de Dios y sus caminos no tienen nada que ver con Cristo. Pero lo triste es que este problema se da aun en aquellos que se consideran cristianos o miembros activos de alguna iglesia, o aun de nuestra propia iglesia.

En la palabra de Dios se les menciona de esta manera, leamos: “Estos son manchas en vuestros ágapes, que comiendo impúdicamente con vosotros se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados…” (Jud. 1:12). Es obvio que muchos de estos errores o pecados los cometen en oculto, creyendo que nadie se da cuenta de ellos. Ignorando que el ojo de Dios todo lo ve y lo escudriña.

Sí, mi amado hermano, comen con nosotros y están entre nosotros. Y se convierten en verdaderas manchas en nuestras congregaciones, de manera desvergonzada y altiva. Sintiéndose muchas veces protegidos por sus familiares o por la posición privilegiada que puedan tener dentro de la iglesia. Y considerándose impunes de sus hechos, se congregan con nosotros. Y cuando vienen los tratos de Dios sobre ellos, como un claro efecto de su mal proceder, cometen el error de victimizarse. Y al hacerlo dan lugar a la siguiente situación: SE JUSTIFICAN Y CONDENAN A DIOS.

Cuando leemos la experiencia de Job, creo que todos de alguna forma nos identificamos con él. Pues el mismo error que Job cometió, lo cometemos nosotros. Eliú, dice la palabra de Dios: “…se encendió en ira contra Job (…) por cuanto se justificaba a sí mismo más que a Dios” (Job 32:2). En el momento que yo no acepto de corazón que el mal está en mí y busco otros motivos o culpables fuera de mí mismo, traslado automáticamente la responsabilidad de lo que me acontece a Dios. Pues “él es soberano y todo lo que él hace ¿quién lo puede resistir? diría en su corazón”.

Y creamos nuestros propios argumentos, antojadizos y amañados a mi favor, diciendo que estamos pagando deudas del pasado pecaminoso que pudimos haber tenido. Decir esto, es condenar a Dios y negar la eficacia eterna del sacrificio de Cristo Jesús en la cruz, y el poder limpiador de su bendita sangre derramada, y el perdón eterno que ella produce. La palabra perdón, en el griego se interpreta como: “olvidar”. Y en la aplicación práctica conlleva este sentimiento al perdonar, significa olvidar el pecado. La palabra de Dios lo describe así: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado (…) sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Mi. 7:18-19). Acusar a Dios de que lo que acontece hoy es producto de mis pecados antiguos, es negar este perdón perfecto de Dios.

¿QUÉ ESPERA DIOS DE MÍ ante un error o pecado, en el presente? Que me humille, lo reconozca y cambie. Nadie es perfecto, estamos siendo perfeccionados. Estamos en medio del proceso y lo más sabio es reconocer de corazón que hemos pecado o fallado en el presente. Y después de haber recibido a Cristo, decir: “…Pequé, y pervertí lo recto, Y no me ha aprovechado, Dios redimirá su alma para que no pase al sepulcro, Y su vida se verá en luz” (Job 33:27-28). Esto es lo que mi Dios espera.

Recordemos que abogado tenemos en Cristo. Pero no caigamos en la maligna y diabólica tentación de justificarnos, porque juicio acarreamos sobre nosotros. El hijo pródigo regresó humillado, diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Se humilló y el padre lo perdonó. ¡No te hagas la víctima! Mejor humillémonos delante de nuestro Padre. Hagamos a un lado la soberbia y alcanzaremos el oportuno socorro de Dios. Que Dios nos bendiga y levante con su mano poderosa y nos sostenga fieles hasta el final de la carrera.