Dios es infinita y perfectamente libre: “Yahvé, El yo soy”. En ese maravilloso estado, creó una imagen y semejanza de él mismo, plasmándola en el género humano, quien inicia con su creador una verdadera relación de “amor y amistad”. En estos términos, nada es por imposición ni miedo, leamos: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor” (1 Jn. 4:18). Allí estaba Adán con el regalo más maravilloso que es la libertad. Lo que no pudo detectar es que libertad, a su vez, no era el ser absoluto ni hacer lo que a él se le antojara. Esa mala interpretación de libertad, en un espacio aprovechado por el maligno, hizo desencajar al hombre del engranaje perfecto creado por la inteligencia divina como parte de un todo, junto con él.

Entonces, libertad significa ser parte funcional dentro de un sistema magistral y complejo, como un sinónimo de la perfección universal, en donde todo armoniza natural y voluntariamente. Nada discrepa y todo funciona en medio del respeto que interactúa entre los componentes espirituales, humanos y materiales, creados en verdaderos complejos estructurales. Y no hay errores porque Dios es el centro de todo lo creado, en donde las leyes son aceptadas no por imposición, sino por entendimiento, formando parte intrínseca del que las sigue. Espiritualmente dice el apóstol Pablo: “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica (esto es libertad con razonamiento)(1 Co. 10:23).

 

¿Cuál es, entonces, la causa del fracaso humano?

El fracaso consiste en que la verdadera libertad del hombre, estaba íntimamente ligada a la inteligencia, sabiduría, perfección y poder absoluto del verdadero Dios; para que en un mismo espíritu libre, fuese capaz de no equivocarse en nada. Pero el hombre se fue de la presencia de la verdad absoluta, entregándose al placer y a la vanidad de su independencia, la cual sin saberlo, le llevaría a la esclavitud de Satanás, ligándolo éste bajo el poder del engaño, constituyéndose en siervo suyo. Ahora ya no es libre, sino prisionero, por la obediencia al pecado y como consecuencia sin esperanza de eternidad porque: “El alma que pecare, esa morirá…” (Ez.18:20).

Todo estaba cumplido y la condena en espera… Pero: ¡El amigo de Dios, estaba cautivo -su amigo-! En ese sentimiento de amor, Dios decide mostrar de una manera más objetiva y clara, mediante los profetas y la ley escrita, lo que era su voluntad y junto con sus leyes, estableció condenas, castigos y aun la muerte a los transgresores. Los hombres, entonces, obedecían por miedo al castigo, pero su corazón era perverso y enfermo. Ante esto, tenemos que entender que la legislación mosaica era transitoria, ya que no venía llena de libertad, como era la idea original del altísimo. Faltaba entonces algo mayor,  algo perfecto, que viniera de la santidad de lo alto y que era realmente la perfecta libertad original, mediante el conocimiento de la verdad: “…y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:32).

 

¿La verdad, entonces, no estaba contenida en la ley?

Claro que sí. “La ley de Jehová es perfecta…” Lo único es, que la ley dictada a Moisés, aunque era el hombre más humilde, no la pudo vivir a cabalidad en sí mismo, habiéndola quebrantado al atender a sus propias emociones humanas. Entonces: ¿qué de nosotros? ¿Seremos mayores que Moisés para aceptarla y cumplirla por nosotros mismos? ¡IMPOSIBLE! Leamos: “…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios…” (Ro. 3:23). Ante esta absoluta verdad, ningún hombre sería salvo. Dios con esto, nos demostró que “la ley mata y castiga” y ante esta circunstancia sólo queda una perfecta salida.

 

¿Cuál es la verdadera solución entonces?

Si entiendo todo esto, sólo queda algo perfecto. Y eso, tendría que venir de lo alto, de un precio sin mesura, de su calidad en legalidad total, sin ninguna reprensión ante el universo mismo. Y no habiendo aun en el cielo alguien digno, él mismo, encarnado en su Hijo Jesucristo se ofrece a sí mismo como ofrenda en sacrificio de santidad. Pagando el precio incalculable de su vida, representada en el derramamiento de sangre en la cruz del calvario: “…He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). Ante esta “magnifentísima” ofrenda: ¿Qué mortal podrá pagar un precio? Entonces, aquel sacrificio se otorga “en gracia”, un regalo de amor. No hay nada que pagar. Así de simple, por fe.

Este planteamiento ya plasmado de “un regalo”, según lo vimos anteriormente, no puede bajo ningún concepto ser sustituido por ninguna otra forma o idea humana, expresada quizás en: altruismos, sometimiento a leyes y más leyes que nunca podremos cumplir, “trato duro con la carne”, doctrinas de legalismos infructuosos, ofrendas y sacrificios, leamos: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don (regalo, gracia inmerecida) de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8-9).

En el título dice: “Lo difícil de vivir la gracia y la libertad” y como es esto un regalo, cuesta vivirla. Y es que en la mente humana autosuficiente, siempre estará la idea de: ¡hacer algo! ¡No quiero nada regalado! ¡Dios me tiene que oír! ¡Mi propia torre de Babel me llevará a Dios! Y tanto más, mediante millares de religiones, desde las más formales hasta las más absurdas. Dios siempre nos permitirá vivir su ley cual ejemplo del Señor, quien no vino a abrogarla, sino a cumplirla. Hoy también, por su Espíritu la viviremos voluntariamente, en libertad y amistad legítima: “…no os llamaré siervos… os he llamado amigos…” (Jn. 15:15), para la gloria y alabanza eterna de su nombre. Así sea. Amén y amén.