“Si anduviereis en mis decretos y guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra (…) yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante (…) Y perseguiréis a vuestros enemigos, y caerán a espada delante de vosotros” (Lv. 26:3, 6 y 7). Uno de los valores más preciados para Dios, que pueda encontrar en el hombre es: la obediencia. En la palabra de Dios encontramos un sin número de beneficios, como efectos prometidos a esta actitud del hombre, ante los mandamientos de Dios. Desafortunadamente, los ejemplos que encontramos en la Biblia, en cuanto a las consecuencias de la desobediencia son en mayor número que los ejemplos de los beneficiados por la obediencia.

Esto resalta lo difícil que ha sido para Dios encontrar hombres y mujeres obedientes, que sean dóciles y mansos para sujetarse a su voluntad. Aunque Dios podría someter, sin mayor dificultad, a la fuerza y por su poder sobrenatural a cualquier ser humano, o aun a toda la raza humana para que le obedezca. Pero no es eso lo que él busca. Generalmente, ese es el proceder que los hombres han utilizado para gobernar y subyugar a los pueblos. Se enseñorean de ellos, haciendo alarde de poder, fuerza, dominio intelectual, capacidad bélica, etc. Infundiendo miedo, terror, angustia, etc. Leamos: “Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad” (Mt. 20:25).

Pero a Dios no le interesa un pueblo que se someta o le obedezca por miedo a sus castigos o juicios. Esta obediencia es temporal, hipócrita e inestable. Los que tal hacen, coinciden perfectamente con el refrán popular: “sirven al ojo del amo”. Hay mucha apariencia y simulación y no hay integridad ni honestidad. La obediencia va muy de la mano de la fe; es un efecto casi inmediato. Cuando yo tengo fe en Dios y su palabra, mi respuesta será: obediencia absoluta, sin excusas ni incertidumbres, sino sencillamente “confiamos de corazón” que el que lo dijo es “verdadero y no miente”. A esto se le llama: “PERSUASIÓN”, que equivale a decir: convencido por medio de razones poderosas, de parte de aquel que intenta convencerme, demostrando las bondades o misericordias de hacer aquello a que me está invitando.

Un ejemplo de esta acción es el caso del rey Agripa, ante el discurso del apóstol Pablo, leamos: “Pues el rey sabe estas cosas, delante de quien también hablo con toda confianza. Porque no pienso que ignora nada de esto; pues no se ha hecho esto en algún rincón. ¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees. Entonces Agripa dijo a Pablo: Por poco me PERSUADES a ser cristiano” (Hch. 26:26-28). Observe la reacción del rey, cuando comprendió las palabras de Pablo, digamos que “casi creyó”. En el supuesto caso que hubiera creído de corazón, lo que aquel rey hubiera hecho era humillarse ante Jesucristo y sujetarse a su evangelio. La fe es del corazón, invisible ante los ojos de los hombres. La obediencia pertenece a la conducta y puede ser observada, vista por los demás y juzgada por cualquier testigo.

Cuando un creyente fiel obedece a los mandamientos de Dios, está dando la única evidencia posible, no hay otra, de que en su corazón CREE A DIOS. No basta con oír, con asistir a la iglesia, con tener privilegios, etc., hay que obedecer. Israel es un ejemplo vivo de este craso error que podemos cometer cotidianamente nosotros los creyentes, leamos: “¿Quiénes fueron los que, habiendo OÍDO, le provocaron? ¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés? ¿Y con quiénes estuvo él disgustado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el desierto? ¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que DESOBEDECIERON? Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad” (He. 3:16-19).

Concluimos entonces, que sin fe no hay obediencia. Y que donde hay incredulidad habrá pecado y castigo, pues oyen, pero no se convierten, porque no pueden obedecer. Recuerde que la obediencia es la parte visible de la fe. Por lo tanto, si no hay obediencia tampoco hay fe. Es igual a decir que: “…la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras (obediencia) (Stg. 2:17-18).

Mis amados hermanos, si es tan importante y de tanta trascendencia la obediencia ¿no cree que es importantísimo vigilar nuestra vida, y que estemos convencidos de que estamos obedeciendo a Dios de corazón? Si en verdad estamos persuadidos, entonces ¡vamos adelante obedeciendo en todas las cosas a aquel que tiene el poder de salvarnos de la condenación eterna y además, darnos una vida invencible, poderosa, abundante, en Cristo Jesús! A Dios no le interesa mi linda voz; ni mis jugosos diezmos, aunque hay que darlos por supuesto; ni mis actos de filantropía o generosidad, que muchas veces pueden esconder un acto de exhibicionismo personal. Tampoco le interesa mi aparente fervor espiritual, que también puede esconder un show espiritualista para atraer fans a mi favor. Mi hermano, lo que Dios pide desde el huerto del Edén hasta el día de hoy, es que se le obedezca de todo corazón.

¿Quieres ser testigo del poder salvador de Dios? Obedécelo. ¿Quieres ser salvo de todo poder satánico? Obedece a Dios. ¿Quieres ver un día cara a cara al Padre Celestial y a su Hijo Jesucristo reinando? Obedece a Dios. ¿Quieres ser libre de toda maldad? Obedece a Dios. ¿Quieres alcanzar la invencibilidad? Obedece a Dios. Todo lo podemos en Cristo que nos da la fortaleza. Le ruego al Señor que sostenga nuestras vidas sin caída, y que nos dé el poder de su Santo Espíritu, para poner por obra su voluntad expresada en su santa palabra. Dios les bendiga.