Dios es el único que merece la GLORIA. Pero el mundo fomenta la egolatría, que es el culto excesivo de la propia persona; o el vanagloriarse, que es cuando el hombre se jacta o se muestra orgulloso de algo. El mundo no entiende que la gloria del hombre es como la flor del campo, que con el viento se desvanece. Por eso, los que hemos conocido a Dios y le amamos, viendo lo que sucede en el mundo, somos movidos a prepararnos, llenando nuestras lámparas con aceite, que es el Espíritu Santo, para alumbrar en las tinieblas. Con preocupación y tristeza, vemos que un alto porcentaje oye la palabra pero no cambia. Esto se da por lo atractivo del mundo para la carne y por la tendencia a buscar las glorias que el engañador ofrece, tal como lo hizo con nuestro Señor Jesucristo.

Por este mismo engaño, no entienden el amor de Dios ni el sacrificio de su Hijo en la cruz, para redimir a los que estábamos condenados, por esa naturaleza ególatra que la serpiente ofreció allá en el huerto de Edén, diciendo: “y seréis como Dios”. En ese sentimiento maligno se da lugar a la vanagloria, que es el jactarse y mostrarse orgulloso de los logros obtenidos en el mundo y que satisfacen a la carne. Pero sin la paz ni el gozo ni la esperanza de la vida que nuestro Dios da, después de la muerte. Estos beneficios se obtienen como consecuencia de oír a Dios, quien nos invita a morir a lo terrenal para nacer de nuevo. Y si alcanzamos esto, el Señor nos bautiza y nos sella con su Espíritu Santo.

La verdadera iglesia tiene como cabeza al Señor y Salvador Jesucristo, quien nos mueve a oír su palabra, a buscar la comunión con nuestro Padre y con la nueva familia que vive en santidad. Buscando la incorporación a la oración y al conocimiento que se inicia en la iglesia y se continúa en casa. Creciendo en la fe que mueve montañas, que vence al mundo y agrada a nuestro Dios, como resultado de oír la palabra del Señor. Jesucristo también nos invita a la negación, a tomar la cruz y a seguirlo al Gólgota. Para resucitar y llegar a la gloria de Dios, necesitamos permanecer en Cristo y que él esté en nosotros. Porque él dijo: “sin mí nada podéis hacer”.

Es sumamente importante conocer la conversión y el ministerio que Dios encomendó al joven Pablo, quien después de perseguir a la iglesia nos motiva a morir, por amor al Señor, diciéndonos: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). También nos invita a seguir su testimonio, diciendo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Ro. 8:16-17).

Para ayudarnos a permanecer en ese sentimiento de dar la gloria a Dios, Pablo  nos dice: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:2). Cuando Pablo dice: “Imítenme a mí, así como yo a Cristo”, está evidenciando que nuestra conducta es sumamente valiosa, ya que ella determina a quién estamos glorificando y a quién estamos reconociendo como lo más grande para nosotros. También agrega que somos cartas abiertas, mostrando la fe, el amor y la esperanza de la vida eterna. Esto debe ser parte del método para dar a conocer a Cristo.

¿Cuál será su condición, ahora que están siendo afectadas miles de personas en el mundo? Los gobernantes y los médicos expresan su angustia por la mortandad. Los empresarios y los educadores están atribulados. El apóstol Pablo dice a la iglesia que si amamos a Dios, todo lo que pasa o lo que venga, será para bien. Podemos hacer nuestras las palabras de Pablo a la iglesia, que dicen: “…conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte. Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil. 1:20-21).

Evitemos las vanas glorias y muramos a ellas. Como pueblo de Dios, evitemos el culto excesivo a la propia persona, para evitar la egolatría. Esto puede darse en los hogares donde se estimula demasiado el proceso educativo y se promueve el orgullo. Pero el Señor le dice a su pueblo: “aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Porque Dios se acerca al humilde, pero al orgulloso lo ve de lejos. Preparémonos con temor para ese juicio de Dios que nos espera al final de nuestra carrera. Amemos a Dios con todo el corazón, toda la mente, toda el alma y todas las fuerzas, y amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Necesitamos del Espíritu, porque escrito está: “Sin santidad, nadie verá al Señor”. Oremos por lo que se está dando en el mundo, pero sobre todo por la iglesia, para que hagamos la voluntad de aquel que fue a la cruz, para darnos vida y vida en abundancia. Amén.