Nuestro lenguaje, independientemente del idioma, es tan especial que una sola palabra puede referirse a muchas cosas, interpretaciones y acepciones. Por lo cual, también podremos caer en crasos errores, que pueden repercutir en malas ideas y conceptos, hasta lo absurdo. Qué importante es analizar bajo la exégesis bíblica, en y con la cual, aun las raíces etimológicas son sumamente importantes para una buena interpretación y buen entendimiento espiritual. Es el caso hoy de analizar, cuál sea la mejor adoración a Dios, la genuina.

Adoración, en términos simples, es rendir culto a la persona o cosa que se considera divina. Esto implica reverenciar. Pero, he de decir, es además una actitud o intención interna, nacida del corazón, que integralmente implica obediencia, servicio, rendición y sobretodo, amor. Ahora, esto deberá ser manifiesto mediante una forma de vida totalmente compatible y en comunión íntima con el Espíritu Santo. Por ello, cuando leemos en las Escrituras, entendamos esto: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn. 4:24).

Analicemos esto etimológicamente. En sus raíces del griego, hay cuatro diferentes palabras que se traducen como adoración, pero con diferente actitud y connotación. Leamos: 1) Proskuneo: besar la mano de… Es como reverencia. 2) Sebonai: es reverenciar con fuerte sentimiento de temor. 3) Latreuo: es servir, o rendir servicio religioso como homenaje. Y 4) Eusebeo: es actuar piadosamente hacia alguien.

Qué interesante es escudriñar las Escrituras para dimensionar, sin especulaciones, la amplitud y la grandeza de esta maravilla. Y más que literaria, es inspirada por el Espíritu Santo de Dios, la cual debemos diligentemente incluir en nuestro devocional. Pero entonces, si nos adentramos más profundamente en esta idea, vemos que en todas (las cuatro palabras griegas expuestas) hay un denominador común, que es «la acción» de nosotros para Dios.

Sin embargo, ya con este amplio conocimiento de qué es la adoración, desde la exégesis bíblica, podemos analizar que la adoración también se da a otros dioses y cosas veneradas, en casi todas las religiones existentes. A veces, de manera muy formal y solemne, en la cual pareciera, que se está adorando al verdadero Dios, grande y eterno. Los “fieles”, como religiosos y/o cultura, besan la mano, caen de rodillas al suelo, tocan la frente al piso y aun lo besan, expresan y cantan alabanzas. Unos de pie, otros con manos levantadas o extendidas, algunos enseñan aun nueve posiciones corporales, etc.

Toda esta liturgia o falsas expresiones corporales, en algún momento obedecen al miedo, a la vanidad, al acallamiento de la conciencia y al costumbrismo como tradición. No necesariamente son el producto de la presencia de Dios. Y para esto vino Jesucristo, quien mostró con su vida la verdadera adoración al Padre, la cual ya no estaba amparada en ninguna superficialidad humana ni religiosa, sino mediante la exposición en obediencia de la verdad en él. Leamos: “…y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:32).

En este sentido, la verdadera adoración es más bien directa del alma, hacia el mismo Dios. Y el apóstol Pablo, elocuentemente lo expresa en este versículo: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Ro. 12:1). Esto quiere decir, en el sentido más amplio de la palabra «adoración», que no es una sola actitud. Es un conjunto de «complejas acciones», imposibles de ejecutar para la carne en una forma natural o espontánea.

Sólo mediante el auxilio del Espíritu Santo, el cual habrá de provocar un nuevo nacimiento para «un actuar en el espíritu», se darán estos logros. Y creamos: eso es un verdadero milagro. Y es otorgado únicamente por la gracia de Dios, a quien él lo quiera conceder. De esto, nos dicen las Escrituras: “…los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:13).

Ante esta demanda de valores espirituales, el mismo apóstol Pedro, antes del día de Pentecostés y su nuevo nacimiento, estando aún con el Señor Jesús, queda perplejo y desmoralizado, leamos: “…Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír? (…) [Y Jesús les dijo:] El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha (…) Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Jn. 6:60-66).

Concluimos, en que la genuina adoración es imposible conseguirla en la carne o mediante cualquier estrategia religiosa, aprendida o impuesta; ya que no lleva pureza ni espontaneidad. Esta sólo mengua o diluye una culpa y con eso creemos “pagar un precio”, “nuestro precio”. Pero yo te digo hoy: Cristo ya pagó el precio de mi pecado y del tuyo. No hay obras justificadoras. Y la auténtica adoración viene por la revelación dada en misericordia por regalo divino, leamos: “…nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiésemos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo…” (Tit. 3:5).

Dice Jesús, como revelación a la mujer samaritana: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Jn. 4:23). Entonces, sin el Espíritu es imposible adorar genuinamente. Quiera Dios que mi alma sea integrada con su Espíritu, para con ello adorar legítimamente y para la gloria de aquel que realmente la merece. ¡Aleluya, Aleluya! Amén y Amén.