Hay en el espíritu del hombre materialista una idea obsesiva y es precisamente, la de sacar provecho y beneficio a toda circunstancia o hecho. Tal es el extremo, que en esa ansiedad arriesga continuamente su vida misma. Y no hay satisfacción más grande que decir: ¡salí ganando! Aunque muchas veces con todo y alguna injusticia. En ese comportamiento somos capaces de tratar de sacarle provecho, al mismo Dios. Es así como la religión misma, no de hoy, sino desde siempre, ha usado de estos medios para conquistar adeptos a través de los milagros, prodigios y maravillas que fueron dados desde el pasado en el Antiguo Testamento, hasta llegar a los días de Cristo, en donde estas manifestaciones se evidencian con gran poder y excelencia.

Las multitudes seguían y buscaban a Jesús, leamos: “Y apiñándose las multitudes, comenzó a decir: Esta generación es mala; demanda señal, pero señal no le será dada, sino la señal de Jonás” (Lc. 11:29). Es de hacer notar entonces, que eran muchas personas las que le seguían, dada la fama que se extendió por toda la región. Algunos llegaron al extremo de exigir señales, las que él –bondadosamente- hacía, no para crear fama ni para atraer militantes a una fe inducida humanamente. “El Maestro”, en cada obra y milagro, únicamente miraba de forma individual una intención y una profunda necesidad. Y entonces, “movido a compasión” y por ese incomparable amor al género humano, actuó sin discriminación étnica ni de estirpe, como tampoco de rango cultural o económico.

Es así, como se dio al centurión, pero también a la viuda, al pobre, al mendigo, al religioso, a la prostituta y al ladrón. ¡Qué maravilloso e incomparable amor! Pero, insisto, detrás de cada obra y ministración había un discernimiento, una inteligencia, una razón y un ánimo de, en todo, agradar al Padre. Sin embargo, su gracia y bondad –afirmo-, fueron confundidas por los hombres, en quienes se  despertó: “el sacar más provecho”. Y fue presionado por los políticos, insurgentes, comerciantes, religiosos, burladores y hasta títeres del estado, quienes en su afán de algún beneficio o comercio, acudían a los lugares en donde Jesús habría de manifestarse. En fin, detrás de los milagros y señales, siempre habrá para Dios, alguna intención.

Pero lo maravilloso es que las señales y prodigios dados por Dios, están reservados para los hijos de él. No porque busquen ese beneficio, sino porque Dios desde antaño, corroborado por las Escrituras y la historia misma, siempre obró poderosamente mediante señales y prodigios. Dios ayudó a su pueblo mediante provisiones y bendiciones excepcionales y sobrenaturales. Tal es el caso de parar la rotación de la tierra misma, como respaldo a su siervo Josué al decir: “Sol, detente”; Naamán vio un milagro de sanidad en su vida; Israel ve abrirse el Mar Rojo; y Jesús anduvo por las aldeas haciendo milagros y prodigios. Y hoy también, nos ha dado señales como iglesia: “Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño…” (Mr. 16:17-20).

Todas las maravillas que nuestro buen Dios nos muestra y nos ha dado por amor, queda claro entonces, que son únicamente por misericordia y con un propósito definido, que es: el bienestar de nuestra alma mientras estamos en este mundo y al final, la vida eterna, la cual es bajo escogencia, en sabiduría y soberanía que sólo le corresponden a él.

 

¿Y qué, cuando no vemos señales aun siendo hijos?

Oyendo y deleitándome en este amor de Dios manifiesto, no queda más que decir: ¡A Dios sea la gloria! Sin embargo, muchas veces oramos, lloramos delante de la presencia de Dios, acerca de un milagro o profunda necesidad. Y esperamos y esperamos, y la respuesta no llega. ¿Dios no oye, no quiere, o se olvidó de mí? Vienen entonces las angustias y hasta la frustración personal. Nos sentimos abandonados y hasta traicionados. Y es que: como hijos de Dios, ya no tenemos ninguna otra alternativa.

Es allí, en donde -de verdad- se muestran la fe, el amor y la verdadera fidelidad a Dios, ya que: el sincero amor se mostrará indistintamente, recibiendo un milagro o no; ya que debemos amar y entregarnos a Dios “no por lo que él da, sino por lo que él es en su magnificencia, soberanía y gloria, amándole sobre toda cosa creada”. Debemos saber que él es celoso y “nos cela ardientemente”, y que por todo y sobre todo, en su amor siempre, siempre habrá un propósito claro, tal vez no para nosotros, pero sabio en él. Entonces: “La entrega a Dios es por amor”, leamos: “Aunque la higuera no florezca, Ni en las vides haya frutos, Aunque falte el producto del olivo, Y los labrados no den mantenimiento, Y las ovejas sean quitadas de la majada, Y no haya vacas en los corrales; Con todo, yo me alegraré en Jehová, Y me gozaré en el Dios de mi salvación. Jehová el Señor es mi fortaleza…” (Hab. 3:17-19).

Mi amado hermano, quizás en el momento de la prueba nada parece claro, ya que la incertidumbre y el dolor que nos envuelven, tal vez hasta parezcan una injusticia. Pero no hay prueba que no termine ni dolor que no ceda. Todo tiene su tiempo en los planes divinos. Por tanto: ¡sigamos adelante! Confiados en Dios y amando sus decisiones, sabiendo que al final de la carrera estaremos con él en la eternidad. Así sea. Amén y Amén.