No hay nada más profundo, excelso y maravilloso, que la unidad. Creo que todos los seres humanos, en algún momento, la anhelamos y aun la peleamos. Es hermoso decir: ¡Qué matrimonio u hogar más unido! O ¡qué empresa, negocio, comunidad social o económica, más unida! Y en el mejor de los casos: “¡Qué iglesia más unida!” Sin embargo, esto es sólo una utopía humana -fruto de una fantasía creada-, ya que en lo más íntimo de las familias, grupos sociales, económicos, políticos y aun religiosos, lo que se mueve realmente es una serie de intereses. Estos nacen en la búsqueda de placer, dinero, poder y gloria, inducidos por entes espirituales mediante celebraciones, fiestas hasta paganas (que incluyen: halloween, navidades, carnavales, semana santa, cumpleaños, “lunas nuevas”, guardando los días, los meses, los tiempos y los años, léase Gálatas 4:10-11), diversiones, reuniones sociales, sociedades de negocios, viajes de placer, deportes, juegos de azar, vicios, etc. Eventos que juntan o aglomeran personas. Y están allí, pero en medio de pleitos, malicias, contiendas y críticas inconsistentes, pretendiendo siempre la supremacía sobre los demás. “Juntos pero no unidos”.

 

¿Qué es unidad?

Del latín «unitas», designa la calidad de lo que es único e indivisible. Sus contenidos son realmente homogéneos, compactos, con una identidad definida hacia metas claras. No permite la división, ya que esto sería la deformación de su esencia. Dicho en otras palabras: es la propiedad que tienen las cosas de no poder dividirse ni fraccionarse, sin alterarse o destruirse.

 

¿En dónde nace la unidad?

Con todo lo anterior, se deduce que la unidad es un principio excelso que únicamente puede existir en un ser perfecto, indestructible e indivisible en su principio de unidad, como lo es nuestro Dios verdadero: “Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, EL SEÑOR UNO ES” (Mr. 12:29). “Y el mediador no lo es de uno solo; pero DIOS ES UNO” (Gá. 3:20). “Porque en él (Cristo) habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (unidad), y vosotros estáis completos en él…” (Col. 2:9-10).

Entonces: la unidad no la pueden lograr los hombres. Tal vez, luego de muchos análisis y discusiones filosóficas, llegan a acuerdos internacionales de paz y unidad; pero al final rompen en verdaderos fosos y guerras sin cuartel. Además, entendemos que el origen del mal lo relata la palabra al decir: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar…” (Stg. 4:1-2).          Entonces, los hombres: “se juntan pero no se unen”. Tal vez ciertos grupos logran sobrevivir por algún vínculo común de intereses, inteligentemente definidos a conveniencia. Pero tarde o temprano: se destruyen las sociedades, los matrimonios, los hogares, las instituciones, las empresas y hasta las iglesias. Mi pregunta es: ¿por qué? La respuesta está en recordar lo que Cristo definió un día: “…porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5).

 

¿Entonces cómo lograr la unidad?

Descartemos de una vez por todas que el hombre sea capaz de mantener la unidad. Y que la unidad, es en esencia un poder indestructible, sobrenatural y espiritual que hace mantener todo principio y género de especie creado -arriba en los cielos y abajo en la tierra- en una estabilidad, disposición, armonía y equilibrio. En el cielo, previo a la caída del diablo, la unidad era perfecta y el principio o estrategia básica de maldad de parte del maligno, fue la división provocada por argumentos contrarios a los establecidos. El plan funcionó y la unidad se rompe: Dios expulsa al maligno y sus seguidores, y el cielo sigue unido con su Creador. Pero hay un “germen maldito de división”, el cual desciende como una prueba, a esta generación de los santos; y pretende separarnos de cualquier valor eterno, utilizando a encarnaciones de demonios como Julio César, Napoleón Bonaparte y otros, quienes bajo un principio o lema de dominio dicen: “divide y vencerás”.

Esta estrategia siempre funciona. Así, vemos aun iglesias cristianas divididas, en conflictos y en guerras intestinas. Pero esto es porque realmente -y a la verdad- a muchos, no les ha amanecido Cristo. Entonces, esto de la unidad se ha de conseguir, sólo si somos capaces de reconocer que nuestros métodos siempre fallarán y que necesitamos “nacer de nuevo”, “del agua y del Espíritu”, para pelear las verdaderas batallas que “no son contra carne ni sangre, sino contra potestades espirituales de maldad”. Debemos saber que muchas personas sólo son utilizadas para romper la unidad, siendo que: “los peores enemigos serán aun los de nuestra propia casa”.

Las estrategias humanas entonces: “juntan pero no unen”; como el agua y el aceite, como los sedimentos sin puentes o enlaces químicos que los hagan homogéneos. Tendrá que haber un “catalizador espiritual” que agrupe elementos compatibles con metas comunes. Elementos satisfechos con ser parte de un todo, en donde no se admiten competencias con otros, sino sólo las propias; superando cada día mi integración personal y voluntaria, en amor y convivencia; sin malicias, rencores ni envidias.

Esta es la ultima oración personal de Jesús, al Padre: “…para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, PARA QUE SEAN UNO, así como nosotros somos uno” (Jn. 17:21-22). Amado hermano, por amor a Dios unámonos en ese bendito principio de: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). Que Dios nos bendiga y nos ayude mediante la unción de su Espíritu para lograr la verdadera unidad. Así sea. Amén y Amén.