“Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Jn. 17:23). La religión, usada por Satanás, ha logrado diluir en la mente del creyente un misterio espiritual. Y es el milagro de la unión real, genuina y verdadera, que debe ocurrir entre él y Jesucristo, el día que lo acepta como soberano rey y Salvador de su vida. Hay que resaltar que el aceptar a Cristo es un acto tan personal, individual y subjetivo; y no podemos juzgarlo de manera superficial ni a priori (emitir juicio sin conocer resultados).

El tiempo y los frutos nos permitirán calificar si  aquella decisión fue genuina o no. Algo muy importante es que esa decisión tiene que ser confirmada con el sello del Espíritu Santo de Dios, el cual confirmará la presencia poderosa de Dios en un ser humano, leamos: “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él (Jesucristo), fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la  redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13-14).

Comprendamos que entre haber creído y recibir el Espíritu Santo, no necesariamente será un acontecimiento inmediato y simultáneo. Puede haber un intervalo de tiempo entre ambos acontecimientos. Pero para que se complete el proceso de regeneración y creación de la nueva criatura, sí se tienen que dar las dos etapas. Es decir: “nacer del agua y nacer del Espíritu”; es como “ser engendrado para luego nacer”. Y es aquí donde está el problema, leamos: “Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Jn. 17:23).

Observe cuál debe ser la evidencia de esa verdadera fusión. Y es la perfección en la unidad entre: Jesús el Mesías y el creyente, y entre Jesús el Mesías y el Padre. En otras palabras, debo de ser consciente que “Dios está en mí”. Sí, el Dios eterno, el creador del universo, el todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios de Israel, el Padre Eterno, el único Dios verdadero está dentro de mi ser. Pero ya se dio cuenta de semejante verdad: si usted es un creyente genuino, su cuerpo ¡es el templo del Dios viviente! ¡Aleluya!

         Leamos: “No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Co. 3:16-17). Decía anteriormente que aquí está el verdadero problema actual. Hay muchísimos creyentes que no revelan esa perfecta unidad entre ellos y Dios, pues sus frutos son diametralmente opuestos a los que identifican a un hijo de Dios.

Cuántos miembros de nuestra iglesia también padecen de este mal. Son producto de esa extraña generación del fin. Se hacen llamar hijos de Dios, pero no están perfectamente unidos a la cabeza. Porque piensan diferente, actúan diferente, hablan diferente, caminan en este mundo de manera diferente a lo que predicamos, aman de manera diferente, etc.

Mis amados hermanos, si somos hijos del mismo Dios, tenemos que ser y estar perfectamente unidos, sin discrepancias estructurales. Y les puedo asegurar que nuestra meta es la misma. Y nos gloriaremos juntamente al final de la misma carrera y recibiremos el mismo galardón. Estaremos juntos en el mismo lugar eternamente y para siempre.

Una unidad que se mira y se siente

El apóstol Pablo se refirió a esta unidad con Cristo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” (Ro. 8:35). Cuando existe esa verdadera unidad espiritual con Dios, a través de Jesucristo, no hay poder ni circunstancia en el mundo que logre separar al cristiano de su fe en Jesús. Todo lo contrario: la prueba, la tribulación, las aflicciones, las angustias, las enfermedades y las escaseces, fortalecen las convicciones, la esperanza, el amor a Dios y la fe. Por lo tanto, yo estoy seguro de:

 1) Su presencia permanente en mí. “…enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mt. 28:20). Estas son palabras textuales de nuestro Salvador Jesús. Hazlas tuyas en cualquier momento de tu vida. Que “su presencia en ti resplandezca y su nombre sea alabado en ti”. No dudes de su cobertura sobre toda tu vida, hasta el fin del mundo.

         2) Seguros en su mano. “…y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Jn. 10:28). Esto dijo el Señor Jesús de las ovejas que le pertenecen. Pero sintamos las poderosas palabras del Señor Jesús al decirnos: “te doy vida, no perecerás jamás, y nadie te arrebatará de mis manos”. ¡Aleluya, gloria sea a Dios! Hermano, no permitas que la duda arrebate estas promesas gloriosas que Cristo ha hecho en favor de sus ovejas. Por muy grande que sea tu enemigo, jamás será más grande que Jesús, recordemos: “…Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:9-11).

3) Fructíferos pero en Cristo. “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Jn. 15:4). Creo que no hay mejor manera de ejemplificar la unidad de Dios con sus hijos que esta. Dios no busca el fruto de tu esfuerzo por agradar a Dios; él busca los frutos que produce Cristo en ti. Los primeros están contaminados con tu amor propio, los segundos son el producto del amor de Dios y su poderosa presencia en ti.

Mi querido hermano, permanezcamos fieles, unidos en el Señor hasta el final. Que nada ni nadie nos aparte ni un milímetro de la preciosa presencia de Dios y veremos su gloria hoy y siempre. Oro porque Dios nos sostenga hasta el final. Amén y Amén.