Vivimos en un mundo de injusticia en donde el hombre, en medio de su soberbia y altanería, auxiliado por su conocimiento de la mezcla del bien y del mal, y de las cosas, que la mal llamada ciencia ha impregnado en su espíritu, pretende: “ser como Dios”. Vocifera y se envanece ante su mismo creador: ¡Ah perversidad e injusticia humana! Y en esta actitud ha creado, mediante la asesoría satánica, verdaderos imperios de avaricia, vanidad, menosprecio e ingratitud: “su mundo”, con leyes nuevas de acuerdo a sus egoístas pretensiones. Sin importar nadie más que él, invade y destruye su entorno, contaminando los recursos que son de la humanidad entera. Derrocha lástima, ofende, aplasta con sus tentáculos de egoísmo, aun a los que dice amar, constituyéndose así en el hombre de pecado, en un verdadero anticristo; capaz de pretender “sentarse aun en el trono de Dios y hacerse como Dios”, retándolo y poniéndose como superior con ínfulas de grandeza.

La humanidad, en esa condición de desvarío, con la venda en los ojos de la ignorancia de la verdad absoluta, que sólo está en Dios: anda por el mundo con ideas fijas de grandeza y destruye todo a su paso. Esa es la verdadera realidad. Pero existe un grupo llamado aparte, una compañía de seres, no los mejores, pero sí producto de un llamado, en una escogencia divina: “…según nos escogió en él antes de la fundación del mundo…” (Ef. 1:4), los cuales mediante la obra del Espíritu Santo logramos encontrar que en la humildad, en el reconocimiento de su poder como niños, darle el lugar que legítimamente le corresponde al Dios verdadero, sometiéndonos a su soberanía y obedeciendo sus leyes y preceptos; encontrando en ellos, aun un deleite extraordinario.

Es precisamente su iglesia, la que como cuerpo espiritual y que tiene como cabeza a Jesucristo, empezamos a ver la vida bajo un enfoque diferente, entendiendo nuestra mísera condición. Reconociendo que sólo mediante la intervención divina podremos ser rescatados de este poderoso sistema satánico en el cual vivimos y nos desenvolvemos, leamos: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque NO SON DEL MUNDO, como tampoco yo soy del mundo” (Jn. 17:14). Y es que aunque habitamos este mundo, nosotros -los justos- (justificados por la fe), nos regimos dentro de un sistema llamado: “El reino de los cielos”, el cual se mueve mediante una serie de leyes y conceptos espirituales, que no pueden ser captados por la mente humana de los simples, sino que tendrán que ser reveladas por Cristo y afirmadas mediante el poder de su Espíritu, leamos: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14).

El mundo, para nosotros, es un sistema para forjar nuestro carácter y para dar testimonio de que: están equivocados, que hay algo mejor, que Dios se manifiesta hoy. Además, que hay una esperanza para todo aquel que se logre incluir en esa línea de vida, la cual nos llevará a la misma eternidad con Dios.

Nosotros, ahora “YA JUSTOS”, mediante la redención de nuestros pecados, por la fe y por la gracia divina, nos encontramos como susceptibles y débiles ante el mundo pecaminoso. Como ovejas sin pastor, hasta que somos incluidos en este rebaño pastoreado por el mismo Señor Jesucristo: “Torre fuerte es el nombre de Jehová; A él correrá el justo, y será levantado” (Pr. 18:10). A esto es lo que llamamos “IGLESIA, ¡BENDITO REFUGIO!”, “Embajada Celestial”.

Venimos como esclavos (siervos del pecado) de Egipto (el mundo), sometidos al cruel Faraón (Satanás). Inmersos en una cultura de egoísmo y de maldad. Sin ánimo ni esperanza. Sin ni siquiera saber que éramos esclavos (vicios, pasiones, aberraciones, etc.). Sin cabeza ni brújula. Sin mapa ni destino. Y Dios, por amor nos saca de Egipto con poder. Y mediante el llamado de un Moisés (figura de Jesucristo), nos saca al desierto (la iglesia), tal vez con algunas limitaciones. Y allí nos da maná (palabra de Dios), agua de la peña (virtud del Espíritu), sombra de la nube (cobertura y protección). Nuestras ropas y zapatos no envejecen (provisión material total), líderes que nos asesoren y orienten (pastores y servidores), metas bien definidas (la vida eterna), seguridad (ángeles que acampan alrededor nuestro de día y noche), consuelo (la paz que sobrepasa todo entendimiento).

En fin, en la iglesia, que es: “refugio de justos”, Dios ha preparado todo un banquete preciso y perfecto, para que no nos haga falta absolutamente nada. Y por si fuera poco el Consolador, el Espíritu Santo quien nos guiará a toda la verdad. ¿Habrá algo más que pedir?

Lamentablemente, al igual que el pueblo de Israel, puede que muchos de nosotros, no valorando ni apreciando esta maravilla de -refugio espiritual, llamado iglesia-, vivamos una “vida de esclavos en un reino de libres”, anhelando las sandías y las cebollas (el pecado) de Egipto. Y veamos la Iglesia como una cárcel, como un lugar aburrido y de tortura, deseando estar afuera y aun envidiando a los impíos en su vida y formas de existencia. Lamentable pero cierto y muchos como: “…el perro vuelve a su vómito, y como la puerca lavada a revolcarse en el cieno (lodo)(2 P. 2:22).

Amado hermano, Dios quiere enseñarnos en su infinito amor y bondad, dentro de la iglesia a aprender, confiar y depender total y absolutamente en él, por la fe, en todos los aspectos de nuestra vida. Esto implica en áreas de: salud, economía, felicidad plena, emocionales, sentimentales, familiares, sociales, etc. No por egoísmo de su parte, sino que de no depender de él, tendremos que depender del mundo. Y si ese fue el fracaso del inicio, él quiere que hoy seamos más que vencedores, sabiendo que Cristo mismo venció por su obediencia y dependencia al Padre. Amemos a Dios, amemos la iglesia, amemos a los hermanos, amemos a los siervos, amemos la palabra y obedezcámosla, y seremos felices y eternos. ¡A Dios sea la gloria! Así sea. Amén y Amén.