Habacuc profetizó: “…aquel cuya alma no es recta, se enorgullece…” (Hab. 2:4). El Señor nos dice: “aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. El orgullo o vanidad, se manifestó con Adán y Eva, cuando desobedecieron y comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal, siendo engañados. Recordando la profecía de Daniel, unos 500 años antes de Cristo, declaró que el fin de los tiempos será de angustia y la gente correrá de aquí para allá y la ciencia aumentará. Profecía cumplida. Hay muchos que deseando superarse  económica e intelectualmente, y aun asistiendo a las reuniones de la iglesia, valoran más que el conocimiento de Dios, las enseñanzas seculares que satisfacen lo económico.

Pero las maravillosas promesas del Señor en su palabra, las empezamos a creer por esa fe que viene por el oír la palabra de Dios. Y debemos afianzar esa fe, escudriñando en casa las Escrituras, que nos enseñan la grandeza de Dios y nos motivan a amarle como él nos amó. Obtendremos como fruto el amor al prójimo y como resultado, la preparación para vencer al mundo que está bajo el maligno, quien mata, roba y destruye la obra de Dios. En las Escrituras, el Señor nos enseña cómo se aprovecha la palabra que escuchamos, así: la que cae junto al camino, la arrebata el maligno; la que cae en pedregales, se recibe con gozo, pero con la aflicción o la persecución por la palabra, se marchita; la que se siembra entre espinos, es el que oye con gozo, pero el afán del siglo y el engaño de las riquezas, ahogan la palabra; pero si se siembra en buena tierra, éste oye, entiende y produce a ciento, a sesenta y a treinta.

En nuestro país, el evangelio ha crecido. Se cree que la mitad profesa el cristianismo, hay muchas congregaciones, denominaciones. Lo importante es alumbrar en las tinieblas. Estamos como todo el mundo, experimentando la pandemia. Tiempo propicio para testificar, dando a conocer, que la palabra que oímos nos motiva para amar a Dios y a nuestro prójimo. Oportunidad para testificar que, con el amor de Dios, lo que sucede será para fortalecer nuestra fe. Hoy más que nunca es oportuno entregar a los necesitados el testimonio del nuevo nacimiento. El apóstol Pablo dijo: “Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado, evitando las profanas pláticas sobre cosas vanas, y los argumentos de la falsamente llamada ciencia, la cual profesando algunos, se desviaron de la fe…” (1 Ti. 6:20-21).

Testifiquemos cómo Dios nos sacó del mundo, para conocer y entrar al reino de los cielos. Es propicio recordar a Nicodemo, un principal de Israel que buscó al Señor para inquirir sobre la salvación y el Señor le dice: “…el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer? Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios (…) El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu (…) Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado…” (Jn. 3:3-18).

Oyendo lo que experimenta el mundo, como hijos de Dios vemos propicio compartir nuestra fe y la vivencia que tuvimos para llegar al nuevo nacimiento. Y el consuelo que tenemos para la llenura del Santo Espíritu que Dios provee en su pueblo. Testifiquemos en el hogar, en el trabajo, en la congregación y hasta lo último de la tierra. Sigamos el ejemplo de Pablo que dijo: “Porque no me avergüenzo del evangelio, que es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”. Es saludable recordar y compartir la gracia de Dios al sacarnos del engaño de las tinieblas a la verdad de su luz admirable. Porque sin Dios y su palabra, experimentamos momentos de angustia, sufriendo padecimientos mentales, cardiacos, pérdida del apetito, buscando solución con el médico y necesitando de medicamentos y tratamientos humanos.

Podemos estar sin Dios, aunque tengamos la práctica generalizada de ir a una congregación los domingos. Y oímos la palabra pero sin entendimiento, por la falta del Espíritu que Dios dejó, para comprender, guardar, practicar y compartir la doctrina. Esto no se da, por el amor al mundo y buscar satisfacer los deseos de la carne, los deseos de los ojos y las glorias vanas que el mundo ofrece. Pero Dios permite el día y el momento para escuchar el clamor de un pecador arrepentido, quien confiesa la necesidad de la reconciliación con nuestro Dios. Ese fue mi caso, y gloria a Dios, así sucedió.

 

La reconciliación

Una semana después, apliqué para una plaza contra cuarenta y cinco aspirantes. Nos llamaron sólo a cinco para una entrevista. Pero un día antes de la cita, me buscó un americano para saber mi situación. Él me invitó para servir a una agencia con sede en Arkansas. Una semana más tarde me comunicaron que me esperaban en los Estados Unidos, advirtiéndome: “Ven tú y trae a tu esposa, hay boletos para ambos y se quedarán para un curso de inglés”. Gracias a Dios, pasados tres meses firmé contrato y trabajé para ellos doce años. Me retiré por considerar que mi trabajo no daba los resultados espirituales que da la iglesia.

Para cambiar sabemos que lo más importante es la palabra que salva el alma. El Señor nos dice: “Busca primeramente el reino de Dios y su justicia”, las cosas materiales el Señor las da como añadiduras. Gloria a Dios. Testifiquemos que Dios cambia, sana y nos da vida abundante y eterna. Amén.