Tratando de entender la perfecta relación que debe de tener como propósito nuestra vida, al respecto de una perfecta relación con Dios, en mi mente pasaron muchas ideas y pensamientos. No creo que fueran erróneos, pero quizás incompletos. Entre ellos: “Impregnados con Cristo”, “Seguidor, admirador, tal vez discípulo” u otras palabras más. Sin embargo, creo haber encontrado el término más sublime y elocuente, en cuanto a nuestra meta espiritual excelsa. Y es precisamente, el término “fusionado”. Y qué significa fusionar: “pues es unir; es fundir con calor a altas temperaturas, elementos, con el propósito de unificar dos o más de estos, aun de diferentes características moleculares o químicas, y reducirlas, pasando por el estado líquido, a una sola sustancia”.

Si trasladamos esta idea a lo espiritual, nos encontramos con que existen en los seres humanos dos naturalezas: animal y espiritual. Lamentablemente, desde el inicio de la creación, Adán como representativo de la “raza inteligente”, decidió renunciar a la influencia de su Creador, el cual es eminentemente espiritual. La existencia entonces de Adán, es proyectada al placer y auto complacencia, adoptando una actitud de vida evidentemente carnal y materialista. De allí, el divorcio entre dos naturalezas que por el pecado se vuelven incompatibles; habiendo quedado el hombre en una real expectativa de muerte ante el juicio divino. En esta condición, no hay ninguna esperanza, leamos: “…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).

“Dios es santo y tres veces santo”, por lo cual es incompatible con el pecado, ya que el hombre se revolcó en la inmundicia de sus concupiscencias y degeneraciones perversas, lo cual se vuelve cada día más evidente. Ante esta irremediable circunstancia, surge de parte de Dios, por amor, el único y más perfecto plan, el cual sería infalible. Y para eso surge Cristo, el ungido perfecto: Dios hecho hombre, quien mediante el sacrificio de su propia vida, se constituye a la vez en el más grande Sumo Sacerdote, no de ordenanza humana, sino en el orden perfecto y eterno de Melquisedec, el cual es eminentemente espiritual y eterno, leamos: “…no constituido conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia, sino según el poder de una vida indestructible (e irreprensible). Pues se da testimonio de él: Tú eres sacerdote para siempre, Según el orden de Melquisedec” (He. 7:16-17).

Entonces, en Cristo existen claramente determinadas, las dos naturalezas. No hay en donde errar. Pero, entonces, cuál es la diferencia entre Adán y Cristo: En que en el primero, prevaleció y fue vencido por la naturaleza animal, habiéndolo convertido en un incoherente esclavo. Y en Jesús: prevalecen los más caros valores espirituales, mediante los cuales venció al mundo y a sus deseos. Y junto con esta plena negación, venció en él mismo el pecado y como consecuencia, su victoria sobre la misma muerte. ¡Aleluya, Cristo resucitó de los muertos y vive y permanece para siempre!

Cristo, entonces, acercó el reino de los cielos a los mortales. Y qué es esto: pues es que él, mediante una vida de obediencia, íntegra y fiel a los mandamientos divinos, ante el mundo, establece una “nueva cultura”, la cual el mundo no conocía. Y que mediante su Espíritu, sí es posible vivir una vida plena para la gloria del Dios vivo. Dejando clara la voluntad del Altísimo y estableciendo un nuevo régimen de esperanza y salvación por medio de la fe en él; “para que nadie se jacte delante de su presencia”, ya eliminado el pecado, por el precio pagado, leamos: “…He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29).

Aquí se inicia la nueva oportunidad: Por la fe en Cristo Jesús, nuestros pecados son todos perdonados. Y en ese ánimo, mediante la aspiración de una limpia conciencia, nos bautizamos en agua, como señal de arrepentimiento público. Luego entramos a lo más sublime, que nos ubica a la verdadera piedad. Y es precisamente, el don del Espíritu Santo, el cual nos sella y nos guía el resto de nuestra existencia, al camino de la justicia perfecta.

Y en donde por efecto espiritual de una nueva naturaleza, empiezo progresivamente a hacer las obras de Cristo, el cual será en adelante mi patrón perfecto de conducta a imitar. Y en la medida que mis obras se inclinen más y más a las de él, y mediante el fuego del Espíritu, y el fuego de la prueba, que indefectiblemente llegará, se iniciará el verdadero proceso de “fusión”, el cuál unificará en Cristo, una misma forma de vida, carácter, personalidad y proyección. En todo esto encontraremos el beneplácito divino mediante el tema: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá.2:20).

Amado hermano y amigo, creo que hoy, mediante esta nueva inspiración divina, cada uno de nosotros debemos de clamar de día y de noche, para ver si acaso, la misericordia de Dios nos alcance y podamos “fusionarnos”, “fundirnos con Cristo”. En una nueva naturaleza de vida, reflejada en un testimonio vívido y franco, que revele la misma imagen y semejanza de Cristo. Sin imposición de ninguna religión o credo ni nadie como persona, sino en la libertad con que Dios nos llamó y nos trajo a su luz resplandeciente. Y: “Que Cristo viva en mí, que seas glorificado…” Que Dios te bendiga desde ahora y para siempre. “Hasta la eternidad, con Jesucristo…” Amén y Amén.