Creo que una de las virtudes o dones más valiosos del ser humano es el lenguaje articulado, el cual, en la diversidad de idiomas y lenguajes universales, ha permanecido históricamente como uno de los mejores medios de comunicación humana. Y éste, expresado en palabras audibles o escritas, emite y externa el pensamiento o sentir humano. Cada uno, de acuerdo a su formación o estrato cultural, usará el mejor léxico y conjugación de palabras escritas o dictadas; desde el muy formal y culto, hasta el jocoso, poético e inclusive el vulgar.

Pero en el mejor sentido de la interpretación, siempre debemos tratar de descubrir cuál es «el espíritu de las palabras», ya que pueden estar llenas de mucha amargura, odio, resentimiento, perversidad, hipocresía, doble sentido, picardía, morbosidad, aprovechamiento y hasta maldades o venganzas. En las Sagradas Escrituras está muy bien definido esto, leamos: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6:45).

Dicho de otra forma: «nuestras palabras» nos traicionan, evidenciando lo que realmente hay en el fondo del corazón del que las emite. En otros términos, no es posible que alguien “lleno de Dios” sea capaz de permitir que su misma lengua, que pueda usar para bendecir o adorar a Dios, sea capaz de maldecir, denigrar, detractar o murmurar contra su prójimo, para su propio provecho o venganza. ¡Aquí hay perversidad y toda obra satánica, cuidado! Recordemos que Dios hizo todo perfecto. Y el lenguaje articulado, él lo dejó unido al razonamiento como algo que lo distingue categóricamente de todo ser viviente.

Pero ¿en qué momento la lengua, como órgano de la voz y ejecutante de las palabras, es convertida en arma destructiva y perversa en la boca de algún hombre? Pues en el momento en que, desobedeciendo a Dios, toma la humanidad entera el espíritu del maligno, bajo la degradación de valores y sustitución de los mismos, toma ocasión toda pasión baja y destructiva, dice la palabra: “¿No sabéis que si sois sometidos a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis…?” (Ro. 6:16). Esto significa que si nuestra lengua es utilizada por el maligno, seremos esclavos de él y se hablará todo lo que de él se reciba. Esto es una realidad espiritual indiscutible.

El apóstol Santiago se refiere a la lengua, así: “…es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, lleno de veneno mortal…” (Stg. 3:5-8).

Con todo lo anterior, qué importante es considerar el riesgo que en gran manera tenemos todos y cada uno de nosotros, al expresar nuestras palabras. No abramos nuestros labios, a menos que sea para emitir siempre bendiciones para nuestros semejantes. Seamos como dice la Escritura: “prontos para oír y tardos para hablar”; además: “En las muchas palabras no falta pecado; Mas el que refrena sus labios es prudente. Plata escogida es la lengua del justo; Mas el corazón de los impíos es como nada. Los labios del justo apacientan a muchos…” (Pr. 10:19-21).

Creo que en esta sabiduría, no hay cosa más bella y elocuente que el ejemplo de nuestro Señor Jesús, quien lleno de buenas obras que fueron de bendición para muchos, plasmó su amor, sanando a los enfermos, liberando a los cautivos, ministrando paz, humildad y sencillez de corazón. Nunca se jactó, sino siempre dio la honra al Padre. No hizo libros, no escribió poemas ni habló bien de sí. Y su mensaje no pretende una noble y refinada retórica; y muchas de sus palabras fueron en el lenguaje del pueblo, el arameo.

Jesús no esperaba el aplauso al estilo político o religioso. Únicamente usaba pocas palabras, pero verdaderas, firmes y con autoridad, cosa que molestó mucho a las élites del momento. Y su principal tesis: «Hacer mucho y luego hablar poco»; mientras que Satanás: «habla mucho y hace poco». Esta es la estrategia que rige al mundo, mediante planteamientos nacidos de la filosofía, la cual fuera afianzada para hoy, en la Grecia antigua. Aquí nacen todos los principios del discurso político, del derecho, de las ciencias y del conocimiento, etc. Y de aquí, que el que habla más y mejor, aunque no tenga buenas obras, en el mundo alcanzará el éxito total.

Amado lector y hermano en Cristo, con todo esto hemos de considerar que nuestra relación personal con Dios es evidenciada más claramente en las obras vistas por él y los mismos hombres. Y el mejor escenario para predicar y enseñar, no necesariamente es el púlpito; y el discurso, no es tanto lo que digamos con palabras.

Creo que el ayudar a los pobres, viudas y huérfanos, el ocuparnos del débil en la fe, asistir y orientar a los afligidos, es un lenguaje que continúa firme en ánimo, fe y perseverancia. Son las cosas que, si las practicamos, hablarán más que mil palabras. De manera que aun como padres o guías espirituales, es precisamente el ejemplo en obras, el que causará en su momento el mejor mensaje espiritual, el cual quedará como marca indeleble en el corazón de todo aquel que nos rodea.

Claro, hay que hablar y enseñar la palabra de Dios, pero previamente ponerla por obra, para que nuestras palabras llenas de ese espíritu, puedan cumplir su propósito para corrección y vida eterna. Que Dios nos ayude a entender, a hacer y entonces, a enseñar; para darle a él toda la gloria, honra y alabanza por siempre. Así sea. Amén y Amén.